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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

2020, inicio de la reconstrucción


Hace casi un siglo, en julio de 1920, caía el último presidente liberal, José Gutiérrez Guerra, y, junto con él, todo el régimen del Partido Liberal, que había durado veinte años, desde la conclusión de la Guerra Federal de 1899 hasta la “revolución gloriosa” capitaneada por Bautista Saavedra, que en realidad no fue otra cosa que un golpe de Estado más. Los liberales habían irrumpido en el escenario político como la vanguardia del siglo, como los progresistas, y terminaron, como todo régimen que se aferra al poder, decrépitos y corrompidos. Hoy, cien años después, podemos hallar algunas analogías y equivalencias, no respecto a la forma en que cayeron los gobiernos de Gutiérrez Guerra y de Morales, respectivamente (ya que —como dijimos en un anterior artículo— las características politológicas y los componentes sociales deben ser analizados luego y con rigor intelectual), sino respecto a los quiebres históricos que se produjeron en determinados momentos y dieron paso a nuevas propuestas políticas en nuevos panoramas, pero eso sí, lamentablemente siempre bajo el signo del dolor y la sangre.

Por honestidad intelectual, no podríamos decir que este 2019 fue un buen año. Y no lo fue por los hechos salpicados de lodo u oscuros ocurridos y que saltan a la vista como son los casos de corrupción, el incendio del bosque de la Chiquitania y, por supuesto, las sangrientas y hasta cierto punto gloriosas jornadas de octubre y noviembre, que arrebataron la democracia nuevamente a las manos de la dictadura y el autoritarismo. Pero que las malas experiencias sean utilizadas en provecho de la rectificación o, por el contrario, en desmedro de la dignidad nacional y sean coronas de espinas con las cuales vayamos punzando nuestras sienes y nuestra frente, es ya otra historia, porque lo que debiéramos hacer, como hacen los pueblos sabios y con cultura, es aprender de todo lo malo y sacar las más claras lecciones del pasado. Pues lo cierto es que los elementos negativos (en el sentido semántico léxico de la resta), como la renuncia de Morales y la huida de sus secuaces o la crisis del sistema institucional boliviano, en realidad fueron ganancias, y lo fueron porque solamente así, con las lágrimas, el sudor y la sangre que derramamos, se pudo descabezar al monstruo de forma total. Fueron, en palabras simples, restas que sumaron.

La historia no solamente sirve para prevenirnos de los errores que debemos evitar, sino también para advertir ciertas tendencias que se van repitiendo en determinados pueblos y lugares, casi como patrones providenciales. Así, luego de la revolución, sobreviene el gobierno de la reconstrucción democrática. Pero no nos confundamos, ya que este gobierno de la reconstrucción no es el de Áñez, sino que lo será el siguiente, pues la regeneración del espíritu democrático no puede ser fruto de meses sino de años de esforzada dedicación al fortalecimiento de las instituciones, la moral pública y la instrucción. El Gobierno de Áñez está cumpliendo con su deber histórico, y de buena forma, que es la conciliación y la pacificación del país, la organización de un proceso electoral limpio y el enjuiciamiento del crimen y el abuso; deberá hacer también, claro que sí, gestión pública a través de las carteras de Estado. Pero su misión histórica no es más que ésa.

Y el siguiente gobierno, el de la reconstrucción, debe estar formado por técnicos, intelectuales, elementos probos y sanos y personas aptas y de trayectoria que hayan sabido labrar un camino desde la cátedra, el libro, la prensa y la tribuna. El más difícil reto que tenemos enfrente es el de elegir bien. Solamente este criterio de elección podrá terminar con el caudillismo circunstancial y de calle y con la demagogia y el populismo, que son los verdaderos causantes de que ahora estemos saliendo recién de aquella caverna obscura en la que estuvimos atrapados, no solamente como Bolivia sino como Latinoamérica, por tantos y tantos años.

El autor es profesor universitario.

 
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