Dejando de lado la designación de funcionarios orientales casi exclusiva desde ministros a otros escalones de la Administración, siempre es saludable la crítica constructiva y lo es más la autocrítica ausente antes como ahora, esta vez por el entorno de la presidenta Jeanine Áñez. Ante dicha falta, comentamos algunos tópicos de su gestión. Empezamos por lo nimio, aunque nada es nimio tratándose de la conducción del Estado. Sin embargo, es vasto lo que debe diferenciar a un gobierno de otro. El actual interinato es producto del sacrificio y de la lucha tenaz del pueblo hastiado y hartado de un desgobierno de 14 años y que exige giros de honda rectificación en el mando del país. Para imprimir tan esperado cambio, se debe empezar por lo elemental en beneficio de lo mayor, si bien no pretendemos ingresar en profundidades.
No hay visión de reforma si se ve el nombramiento de funcionarios en todo nivel, en momentos propicios para eliminar al menos en parte la abundosa proliferación burocrática del pasado régimen, sobre todo de viceministerios, direcciones y otros innecesarios y superfluos. La mera intención de entonces era ubicar a sus militantes, con grave sangría del Erario Nacional, cuyo alivio es prioritario.
En esa escatología, la asistencia de la presidenta a cuanta oportunidad de tipo público se presenta no deja de imitar al ex presidente Morales, enfermo de publicitación narcisista. Hay, creo, mejores modos de promoción popular. Esto no implica privar la asistencia presidencial en actos verdaderamente institucionales como la inauguración del año judicial, por ejemplo. Tampoco es conducente dejarse llevar de la lógica de convertir en políticas algunas festividades religiosas como la de Navidad u otros no oficiales. Tal lo ocurrido el 24 de diciembre en la plaza Murillo. Aunque la imitación no siempre es mala, se debe tener cuidado a quién se imita.
La confusión del dictador acerca de los deberes y responsabilidades de su cargo era tal que le bastaba promover concentraciones públicas y mejor si peroraba sus inventivas contra cuantos creía adversarios. Tales fueron las funciones que se asignó, sin que se conozca que esta actividad fuese consciente o inconsciente o pretexto para evadir los asuntos y decisiones de Estado, imposibles sin poseer condignas capacidades. Su auxilio a la mano fue aquél llamado por alguien “gerente del Gobierno”, compañero indispensable de binomio.
Mayor relevancia política contiene el proyecto de ley relativo a la obligatoriedad de los candidatos presidenciales a debatir sus programas de gobierno, en función de una praxis electoral necesaria. Pocos discuten su improcedencia, pero otra cosa es que sea la presidenta la promotora del debate, función mucho más propia del Tribunal Supremo Electoral, según anuncio en primera mano por Salvador Romero, presidente de ese organismo, elevado éste a la condición de cuarto Órgano o Poder del Estado por Evo Morales. Algunos escribas y sanedristas interpretan a su modo que se trata de una facultad presuntamente específica del Ejecutivo. Empero, se puede predecir que los dos tercios masistas del Legislativo rechazarán el proyecto siguiendo la tradición del dictador que rehusó ponerse en la tribuna frente a sus oponentes. Dicha negativa descartaría a profundidad la propuesta que asumida por el TSE sería viable.
Similar es la convocatoria de la presidenta a una “cumbre” de unidad de los partidos políticos con miras a las elecciones fijadas para el primer domingo de mayo de este año. Con buena voluntad, se aprecia que la convocatoria sería una preocupación presidencial algo forzada por el destino nacional. Aunque deseable por todo concepto la creación de un frente democrático y renovador capaz de concurrir ventajosamente a los comicios, la iniciativa y ejecución es privativa de los entes políticos y la invasión a ese terreno se unimisma con cierto grado de oportunismo.
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