Parte I
José Carlos García Fajardo
Si usted telefonea en España para averiguar un número de teléfono en nuestro país, le responderá una voz con ligero acento andaluz. Pero pertenece a hombres y mujeres marroquíes que operan en las oficinas que la Compañía Telefónica Española tiene en ese país. Como muchas personas del norte de Marruecos hablan español La adaptación ha sido fácil. Los sueldos, así como las prestaciones sociales, evidentemente no son las que los empleados españoles de la misma compañía perciben en España.
Todo es correcto: el servicio es legal y los empleados están contentos por disfrutar de un empleo y de un sueldo, así como de una formación y de unos contactos profesionales que les convienen. La alternativa es el paro, el abuso o la emigración forzosa.
Muchas grandes compañías alemanas, suizas, holandesas y del resto de Europa tienen sus centros de contabilidad, estadística, cálculo y otros servicios con soporte informático en países del Sudeste asiático. Es conocida la capacidad de jóvenes hindúes, pakistaníes, de Singapur y de otros países asiáticos para las matemáticas, las ciencias y la informática. Como el inglés ya es cada día más la lengua común de los negocios, con las tecnologías actuales, es lo mismo que esos departamentos estén localizados en el propio país o a millares de kilómetros. Resultan más económicos para las empresas e interesantes para quienes perciben una remuneración y una formación permanente.
En España, y en algún otro país, una gran entidad financiera tiene desplazado su centro de contabilidad, estadística, cálculo y control informático, en algún monasterio religioso de clausura. Sobre todo, la gestión y control de las tarjetas de crédito pasa por las manos de silenciosas monjitas contemplativas que antes manejaban la aguja y el dedal o confeccionaban primorosas mantelerías. La discreción está asegurada, pero también la productividad laboral, pues no es imaginable una huelga en el monasterio, ni sindicatos ni paros ni protesta alguna. Los emolumentos se fijan en el ámbito de la Casa General, cuando no en las dependencias del Vaticano. No queremos decir que intervenga la Santa Sede como tal, pero parece ser que algunos monseñores han montado una red a través de un curioso sistema, como el Óbolo de San Pedro y otras transacciones, que llevan décadas saltándose muchas legislaciones sobre impuestos, transferencias y supuestas donaciones, una auténtica mina en los cada vez más despoblados monasterios y conventos de clausura. Y a través de piadosas asociaciones intermediarias.
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