Érase una vez un hermoso río que seguía su curso entre colinas, bosques y praderas. Empezó siendo un alegre salto de agua, un manantial bailarín que cantaba bajando de la cima de la montaña. Por aquel entonces era muy joven y fue bajando lentamente hacia la llanura. Quería llegar al océano.
Así comienza uno de sus relatos Hacia la paz interior, el noble maestro vietnamita Nh t H nh- hích.
Cuando creció, aprendió a embellecerse y serpenteaba graciosamente por colinas y praderas. Un día advirtió que las nubes estaban sobre él, nubes de mil formas y colores, y desde entonces no paró de perseguirlas, quería tener una para él solo. Pero las nubes flotan y viajan por el cielo cambiando de forma constantemente. A veces parecen un abrigo, otras un caballo. El río sufría mucho debido a la mutabilidad que caracteriza a las nubes. Cazarlas hubiera sido su alegría, su placer, pero la desesperanza, la ira y el odio se apoderaron de su vida.
Un buen día el viento sopló con fuerza y barrió las nubes del cielo, y este volvió a quedarse complemente vacío. Nuestro río pensó que la vida ya no valía la pena porque no había más nubes que perseguir. Quería morirse. -¿Para qué estar vivo si ya no hay nubes?-, pero, ¿cómo podía un río suicidarse? Esa noche, por primera vez, el río tuvo la oportunidad de volver sobre sí mismo.
Siempre había estado siguiendo corrientes externas a él, jamás había mirado en su interior. Pero esa noche escuchó su llanto, el sonido del agua rompiendo contra la orilla. Y al escucharse, descubrió algo muy importante.
Descubrió que todo cuanto había estado admirando se hallaba dentro de él. Comprendió que las nubes no eran más que agua, que las nubes nacían del agua y a ella volvían, y que él mismo no era sino agua.
Al día siguiente, cuando el sol apareció en el cielo, advirtió algo hermosísimo. Vio el cielo azul por primera vez. Jamás había reparado en él. En su único interés por las nubes, había olvidado mirar el cielo, que es la casa de las nubes. Y las nubes son mutables, pero el cielo no, el cielo permanece. Comprendió que la inmensidad celeste había estado encima de él desde el principio y la impresión fue tan profunda que le inundó de dicha al comprender, ante la inmensidad del cielo azul, que jamás volvería a perder la paz y la felicidad.
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