Parte I
Carmiña A. Moscoso Salvatierra
Cuando se habla de este tipo de casos, muchas veces recurrimos a las estadísticas, para ver la cantidad de personas que fueron afectadas, en determinados momentos, por la violencia psicológica o física. Incluso recurrimos a diccionarios especializados para definir qué es ese nivel de violencia y cuáles son los riesgos a los que una mujer o un varón pueden enfrentarse.
Pero, como señalan los profesionales de la comunicación, para escribir uno debe ponerse en los zapatos del otro o pasar por esa situación para poder darse cuenta de cuánto daño le puede hacer a una persona la violencia psicológica.
Es importante establecer que en muchas de las políticas públicas que hablan de atender la violencia en el interior de las familias, suelen aplicar mecanismos como sacar a la mujer de su hogar, junto a sus hijos, para que no sean víctimas de este u otro tipo de violencia. Son ellos quienes deben pasar por un proceso no solo de orden judicial o policial, sino de análisis psicológico, para evitar secuelas, sobre todo en los menores.
Pero cuánto se sabe de las atenciones psicológicas por las cuales deberían pasar de forma obligatoria los hombres o las personas generadoras de este tipo de violencia. Ellos, gestores del daño a mujeres o niños, al parecer solo son penalizados y ahí termina todo. No existe procedimiento o proyecto que establezca que, en general, los agresores o generadores de violencia psicológica de forma obligatoria deberían pasar por terapias psicológicas, porque son ellos los que ocasionan los trastornos, los que afectan la salud mental de sus víctimas, a tal punto que pueden ocasionar no solo que sus víctimas reaccionen de manera impensada, sino que opten por vías extremas.
Juana, nombre convencional, es una víctima de este tipo de violencia generada por su concubino, un hombre mayor que la supera en edad, por más de 15 años. Con su pareja decidieron tener hijos, éstos aún dependen del afecto de los progenitores, pero indirectamente también se convierten en víctimas de la violencia, porque son testigos casi mudos del llanto de su madre, del proceso de baja autoestima y los riesgos de estos problemas en la antesala de una separación.
La víctima, una mujer madura, si bien tenía conocimiento de la existencia de este tipo de violencia, no solo por información referida vía Internet, sino por los casos relevantes que fueron conocidos por los medios de prensa, nunca pensó que ella pasaría por una de las peores etapas de su vida. Una noche durmió asustada y angustiada, porque entre murmullos su pareja le dijo: “estamos en guerra”, tres palabras que ella no sabía cómo interpretarlas, si significaban el paso a otro nivel de violencia, si su vida corría peligro. Y es que de madre de familia a concubina, en esa negra noche pasó a ser una parte de dos supuestos enemigos que debían luchar para ganar esa “guerra”.
“Estamos en guerra”, le dijo. Pero, ¿una guerra de qué o como consecuencia de qué?, de haber aceptado un día ser la procreadora de hijos, o de no modificar su conducta para el agrado del hombre, de no ser afectada en su autoestima a pesar de los conflictos de pareja, de no ser sumisa, de luchar por el derecho a ser madre, antes que solo mujer, de aguantar con coraje y fortaleza para no ser sacada de la casa del hombre, como si fuera un objeto que se desprecia luego de ser utilizado.
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