Creo que jamás había sentido tanto calor en Santa Cruz de la Sierra, como en estos primeros días de marzo. Y me refiero al calor del ambiente, no al calor político que sí lo he sentido antes. Llegar a los 36 o 37 grados ya no es novedad en nuestro pueblo grande de hoy, aunque seguramente que también alcanzaba esos topes hace sesenta años, pero tengo la impresión de que no se sentía tanto.
O será que durante la niñez y la pubertad se siente menos el bochorno que en la edad provecta (por no decir en la vejez avanzada). Es posible que los niños y jóvenes sientan menos las temperaturas extremas del calor y el frío, pero, a mí, los calores de marzo me están haciendo “sonar”. A las altas temperaturas se agrega el temor, el cuco, que se ha desatado con el coronavirus, que ya está entre nosotros. Me dijo mi esposa que los barbijos y el gel de la farmacia de enfrente se terminaron. Se ve que los cruceños amamos la vida, está bien, pero no se debería llegar a escenas de pánico, que han sido francamente vergonzosas y haberle negado solidaridad a la única persona que padece de la enfermedad. ¿Qué sucederá cuando seamos muchos los infectados? ¿Seremos tan despiadados si se va a tratar de nuestros hijos o padres?
Pero, bueno, además de los calores y del coronavirus, se oye por todas partes, que existe una falla geológica en la región del Chaco que podría convertirse en un terremoto de la gran madona, de grado 9 en la escala de Richter, que afectaría a Santa Cruz y Tarija. Si un sismo de grado 7 deja un tendal de ruinas en México, Chile o Haití, con uno de grado 9, aquí rodaría hasta la estatua de Warnes.
Cuando yo era muchacho, no se tenía noticias de que existiera el aire acondicionado. Y si alguno de los ilustrados cruceños que hacía sacar brillo a su único par de zapatos en la plaza, lo sabía, pues, igual, en el pueblo no había luz permanente y se cortaba desde las 11 de la noche, y hubiéramos quedado en las mismas. Eso hacía indispensables las hamacas para ventearse desafiando a los mosquitos, siempre voraces. Por lo tanto, sin electricidad, ni los ventiladores, que también eran un objeto que no todos tenían, servían de mucho.
Creo que no es nada original de mi parte, atribuir los calorones excesivos a las losetas y el pavimento; al cemento que se ha adueñado de la ciudad y a los edificios cuyas paredes expelen fuego. Y a los miles y miles de autos y micros echando monóxido de carbono por sus fauces y subiendo la temperatura con sus motores hirvientes.
Por los años 50 y 60, en las calles no había sino arena o charcos de agua, dependiendo del tiempo. No existía un calor refractario, pertinaz. Las viviendas eran unas taperas blanqueadas con cal, coronadas con tejas ennegrecidas por el musgo que producía la humedad. Ahí reinaban los chupacotos y las pitajayas. Pero, además, todos los corredores estaban sombreados por galerías que se sostenían sobre horcones de ladrillo o palos torcidos de cuchi. Ahora todavía podemos ver eso dentro del casco viejo, lo que a medida que pasa el tiempo se va convirtiendo en antiguallas de un tiempo ido.
Siempre hubo quema de chacos cuando llegaba su tiempo, pero no recordamos que se incendiara la mitad de la Chiquitania, con llamas devoradoras de montes y de vida silvestre. El cielo rojo de Chiquitos convertido en una plancha infernal contribuyó a asarnos. Antes eran cambas, campesinos conocedores de su oficio, los que sabían cuándo quemar, calculando la dirección del viento y abriendo corredores a punta de machete, para que los incendios no excedieran de sus trechos. Ahora cualquier “colono” prende fuego, quema su chaco, y de paso los bosques de media provincia.
¿Será que los calores y la política están enfebreciendo nuestras mentes? Porque, además de la amenaza del retorno de “el” Evo al poder, eso que se anuncien tantos males apocalípticos, como pestes mortales y cataclismos, no está nada bien. Los cruceños (las mujeres cruceñas sobre todo) fuera de aguantar el vaho caliente que ahora se ha vuelto excesivo, debemos afrontar la plaga que nació de un guiso de murciélagos chinos, y no espantarnos por el anuncio de un próximo terremoto, que, esperemos, sea solo una fantasía.
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