Algo más que palabras
“El único camino que nos gratifica es el del reencuentro consigo mismo y con los demás”.
Siempre me han interrogado aquellos universos que se muestran en orden alfabético o en artística virtuales. Reconozco que el desorden me inquieta; y, como tal, me insta a imaginarme otras estéticas más naturales, ahora que lo artificio toma nombre de intelecto, pero que son incapaces de humanizarnos. Lo aparente suele imponerme y asustarme. Por eso, esta sociedad de la apariencia, capaz de crear una belleza adulterada como si fuese algo normal, mientras la hermosura de un corazón amando lo ignora, cuando menos me pone en alerta. Desprende, cierto pavor, que todo se enmascare para que parezca evidencia. El estado de confusión es tan fuerte, que requerimos de otra lucidez más efectiva para continuar el camino.
Sin duda, nuestros andares han de ser obras de arte. De ahí, que nuestra mente mueva nuestros pasos para hacer visible el místico horizonte de la fuerza propia viviente, donde mana la ilusión por crecer y hacer de nuestra existencia una correría armónica de latidos verdaderos. Será bueno, por consiguiente, abrir siempre puertas con espíritu de acoger. Se me ocurre pensar en tantos centros que aglutinan arte y están cerrados, en un momento de tanta necesidad de propiciar asombros. Los museos, por ejemplo, suelen estar vivos, pero muy encerrados en su silencio, cuando verdaderamente son instrumentos que nos recrean en aquello que no se ve; y que, sin embargo, es un anhelo que nos revive emociones tan vitales, como la propia curiosidad de la mente humana.
A propósito, quizás necesitemos, tanto como el respirar, ordenar nuestro propio tiempo para dejarnos explorar por nuestras historias, por las vivencias que son las que de veras nos iluminan para crecer y, así, poder activar un cambio de actitudes ante la vida. Una humanidad que abandona la consistencia social, o que degrada la fortaleza de los vínculos entroncados entre sí, se vuelve fría y es incapaz de mostrar una mirada agradecida por nada, ni tampoco por nadie. Reivindico, por tanto, los espacios de diálogo familiar por mucha ruptura que cohabite en los corazones, la acogida permanente que se lleva con una ternura combativa ante las irrupciones del mal, el gozo de sentirse comprendido, acompañado y liberado por aquel que camina a nuestro lado.
Despojémonos, entonces, de todo egoísmo que nos mata. El único camino que nos gratifica es el del reencuentro consigo mismo y con los demás. Ya está bien de dejarnos enfermar por intereses mezquinos. Personalmente, me niego a recibir los aires de una autocomplacencia egocéntrica que nos deja sin alma; y, por ende, sin vida alguna. Desde luego, esta atmosfera asfixiante de mentiras que nos circunda, nos deja sin rumbo y malheridos. Hay que tomar orientación, desempolvarse de cenizas, para que nuestros ropajes interiores tomen aire y se tornen latidos. Sin duda, el mayor poder no está en los pedestales, ni en las poltronas, radica en la poesía vertida sobre nuestras marchas, puesto que el recorrer auténtico es lo que nos mueve el corazón.
Ciertamente, cada día es más complicado levantarse y tomar posiciones de acción, como es pasar de la ética de los principios a lo estético de las responsabilidades, que es lo que realmente nos incrusta esperanza en nuestro transitar. La continua guerra entre humanos nos está triturando nuestra propia pertenencia. No es atrayente cruzarse con un ser sin alma, como un bestia salvaje soltado por el mundo. Esto es retrotraerse a una época que ya debiera haber pasado página. Aprovechemos las lecciones de nuestra historia y no repitamos la página de las crueldades. Me cansa que vuelvan a resurgir enfrentamientos y viejas fragmentaciones que se pensaban olvidadas. Ojalá hubiésemos aprendido de la historia y no se repitiesen contiendas absurdas. Hay que conciliar otro ánimo, fomentar otros comportamientos menos vengativos, que lo único que hacen es impedirnos la convivencia, obviando que somos un mundo con muchos rostros.
Lo significativo debe ser la realización de la persona, y en esto la falta de trabajo decente asociada al aumento del desempleo y a la persistencia de las desigualdades hacen cada vez más complicado que la ciudadanía pueda construir una vida mejor gracias a su actividad laboral, según la edición más reciente del informe mundial de la OIT sobre las tendencia sociales y del empleo. En efecto, esta es una conclusión extremadamente preocupante que tiene repercusiones graves y alarmantes para la cohesión social. En la actualidad, la pobreza de los trabajadores (definida como ganar menos de 3,20 dólares al día en términos de paridad del poder adquisitivo) afecta a más de 630 millones de trabajadores, uno de cada cinco personas de la población activa mundial. Respaldemos, pues, otra estética más productiva, al menos déjenme que tenga la ocasión de descubrirme a mí mismo.
En consecuencia, este sistema de producción continúa marginando, excluyendo y restando expectativa a los hacendosos. Precisamente, porque esta actividad laboral es lo que nos transforma a través de nuestras capacidades, la persona no puede considerarse una máquina o un ser al que se le puede oprimir. Lo que no es de recibió, que unido a este galopante desempleo, millones de personas hayan abandonado la búsqueda activa de trabajo o no tengan acceso al mercado laboral. Han perdido todo empeño, también el de la utopía por el culto a lo verídico o por cultivar la genialidad de la palabra transmitida, que ha de contener la ética de una idea, la imagen embellecedora de un sentimiento y el obrar en conciencia; siempre con cercanía, paciencia y recepción cordial que jamás condena. Esto, que no es otra tarea que la recompensa del trabajo bien hecho, es lo que nos embellece para no hundirnos en la desesperación. Sea como fuere, nuestra capacidad creativa no fenece; y, en cualquier momento, podemos propiciar ese cambio de realidades humanas que nos trastocan hacia un mundo más atractivo, de mirada limpia, de sonrisa en los labios y del abrazo entre semejantes.
El autor es escritor.
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