En su libro “Adiós al séptimo de línea”, el chileno Jorge Inostrosa describe lo que pasó después de que 544 soldados araucanos acabaran con los defensores de Calama. Respecto a ese episodio relata lo siguiente:
“Cuando el coronel Sotomayor emprendió el cruce del Loa para ir a posesionarse oficialmente del pueblo, encontró más allá del vado del Topáter a un grupo de soldados que rodeaban un cuerpo caído en el camino. Temiendo que fuera el cadáver de alguno de sus oficiales el que estaba cubierto por un capote, el coronel desmontó rápidamente.
-¿Quién es el muerto?- preguntó nerviosamente al capitán Juan José San Martín, que estaba de pie junto al cuerpo.
-Un héroe, mi coronel: el teniente boliviano Abaroa, encargado de la defensa del vado del Topáter.
El teniente Abaroa había caído luchando como un león. Estaba acribillado de heridas cuando se le intimó por dos veces la rendición. Pero se negó a aceptarla y respondió a las voces que se la proponían levantándose sobre los codos para volver a disparar. Cuando la caballería avanzó al galope sobre él, aún intentó defenderse con el sable. Impresionado por aquella bravura, el coronel Sotomayor mandó a los soldados del 4o. que allí estaban que presentarán armas ante el cadáver y él mismo se cuadró rápidamente mientras un corneta hacía oír el toque de honor a los caídos. Había terminado la batalla de Calama y el ejército chileno extendía sus batallones a lo largo de la línea del Loa, desde la Cordillera hasta el mar”.
Para la defensa de Calama sólo se presentaron civiles, vecinos de la población con rifles, sables, escopetas y lanzas. Es imposible suponer una guerra, era el holocausto de un puñado de hombres que seguros de morir lucharon palmo a palmo diseminados entre los arbustos y macizos de chilcas que rodeaban el río Loa, frente a los cañones y fusilería de los invasores. Ofrendaron sus vidas por el honor y la integridad de la Patria.
En la culminación de su heroísmo, Eduardo Abaroa lanzó un escupitajo y gritó fuerte como la montaña: “¡Que se rinda su abuela c...!”.
Sin embargo todo comenzó en 1842, cuando se descubrió ricos yacimientos de salitre, guano y minerales como cobre y plata en Mejillones. Ello despertó la codicia de Chile que empezó a aumentar su poderío militar y dictó su ley de octubre del mismo año para declarar “Propiedad nacional las guaneras de Coquimbo del desierto de Atacama e islas adyacentes”.
Recurrió a recursos maquiavélicos para apoderarse de tanta riqueza, como presentar a don Tomás Frías, representante boliviano en Santiago, la oferta de comprar por cien mil pesos el territorio de Mejillones. Durante el gobierno del Gral. Agustín Morales, Chile buscó nuevamente la compra del Litoral boliviano entre los grados 23 y 24. Pero la propuesta del canciller Ibáñez fue rechazada por Rafael Bustillo, Ministro plenipotenciario de Bolivia en Santiago. En la época de Mariano Melgarejo, Chile cumplió sus planes al introducir la cuña de la medianería. Fue el inicio de mayores afanes expansionistas para tomar todo el Litoral boliviano.
Mediante concertación con los capitales ingleses, Antofagasta fue invadida y se produjo la desastrosa batalla del Campo de la Alianza. Todo sucedió según la doctrina de Diego Portales. Al final, lo que nos condena al encierro es el nefasto tratado de “paz y amistad”. El historiador Roberto Querejazu dice: “El Tratado del 20 de octubre de 1904 se lo aprobó gracias a la disciplina del partido gobernante (cuándo no) por una mayoría de 12 votos. Mereció 42 votos a favor y 30 en contra”. Sufrimos las consecuencias.
Con el tiempo, el mismo tratado fue violado según el mejor parecer de los detentadores, hasta privatizando el puerto de Arica y haciendo desaparecer nuestros ferrocarriles. Otra incoherencia es afirmar que las aguas del Silala son compartidas. El escritor Fernando Diez de Medina manifestó: “De qué integración entre Bolivia y Chile se puede hablar mientras haya una víctima y un verdugo” (EL DIARIO 11/11/1988).
Con el respeto que merecen las autoridades de nuestra Cancillería, deberían leer al respecto el libro “El Tratado de 1904, la gran estafa”, del escritor Rodolfo Becerra de la Roca.
Eduardo Abaroa defendió con su sangre a la madre Patria, hagamos honor a su sacrificio amando de verdad a la tierra que nos vio nacer y que hoy cuenta con la riqueza del Salar de Uyuni y las aguas dulces del Silala.
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