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[Augusto Vera]

Contra viento y marea

Virus en la corona


Qué difícil es penetrar en la compleja naturaleza humana. Las reacciones de cada individuo que compone la especie son tantas y tan variadas, que a unos dejan completamente satisfechos y perplejos a otros. Ya es conocido que soportamos una crisis de salud pública. Y de ella ha derivado una proyección económica no sé si parecida a la que se produjo luego de la Primera Guerra Mundial, pero cuando menos, de cifras que en el futuro mediato obligará a una reformulación presupuestaria en todos los niveles. Y los gobernantes parecen no entender que no solo se trata de pregonar la prioridad de la vida humana; pues hay que demostrarle al mundo que no es hipócrita su defensa de la especie.

La gente, por otra parte, no está desempeñándose como raza racional frente al flagelo del virus. Ojo que no estamos hablando de todas las comunidades ni de todos sus gobiernos. Injusto sería, por ejemplo, acusar al actual gobierno nacional de no haber tomado las medidas y en los tiempos correctos respecto a la prevención del azote que se cierne en el país. Mas, acuso a un segmento poblacional y ligado a intereses políticos, de sabotear las drásticas restricciones que se hacen imprescindibles para superar el mal momento.

Injusto también sería atribuir íntegramente a la influencia política, en tanto la decisión de rebelarse, contra la mayoritaria tendencia a preservar la vida, es en buena parte culpa de la ignorancia que infelizmente azota como peste incurable en nuestra sociedad, y de la que el populismo todavía se sirve en un presente de resabios que parecen maldición.

Las tertulias muy coloquiales también entrañan algo de sabiduría, finalmente nacen del pueblo, donde reside la razón. De ellas aprendimos que el dinero es importante, pero no siempre. Lo es para llevar una vida digna, tratándose de las personas físicas y no se podría aspirar a esa calidad de vida si las economías del mundo fueran débiles, y aun en los pueblos que han alcanzado riqueza material, todavía hay miseria, principalmente miseria moral. En cambio el dinero deja de ser relevante en casos como el actual, en que la ciencia todavía no ha terminado de entender al enemigo que enfrenta y entonces todo poder económico se subordina ante la imposibilidad de canjearlo por la vida. No envidio, por tanto y por lo menos en esta coyuntura de hecatombe sanitaria, a quienes viven bajo el poder gubernamental de Jair Bolsonaro o Andrés Manuel López Obrador, a los que su fundamentalismo u otro virus del que el resto todavía no se ha enterado, parece haberles disecado los sesos; y las imprevisiones en países como los Estados Unidos de América o Italia, nos muestran cifras escalofriantes cuando las asociamos a las muertes que se están produciendo.

Casualmente esas economías, las más poderosas de la tierra, tienen el infortunio de ser gobernados por calcados razonamientos frente al coronavirus: creyeron que esto no era más que una gripecita que se cura con un “sana, sana, colita de rana”. Cuánta imprevisión y menosprecio a un bacilo que está carcomiendo no solo la vida de miles de personas, está además corroyendo el carácter y determinación naturales para defenderse ante la adversidad, hablando de la gente que ha asumido conciencia de la gravedad.

Se está cayendo la falsa creencia de que vivir en un sistema del primer mundo, es garantía de vida saludable. En realidad el trecho que separan a nuestros recursos técnicos y humanos respecto a los de ellos, es sideral, pero la distancia se acorta cuando comprobamos que esta plaga no respeta ni la prosapia, ni el dinero ni el poder. El mismísimo Palacio de Buckingham está acosado por la peste. El Príncipe heredero al trono no pudo eludir el mal; la nonagenaria reina y el Duque de Edimburgo están en inminente peligro del que ni vendiendo la Royal Collection lograrían escapar. Solo es la previsión y la cordura que su Primer Ministro tampoco supo tomar ni infundir, las que los van a salvar. B. Johnson ninguneó tanto al virus, que él mismo lo contrajo y permitió que llegara a la Corona. Nosotros asumamos responsabilidad máxima frente al flagelo.

El autor es jurista y escritor.

 
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