La Revolución Francesa
Ramiro H. Loza Calderón
Los Estados Generales (nobleza, clero y burguesía) convertidos en Asamblea Nacional juraron no separarse hasta dar una nueva Constitución a Francia. El pueblo aleccionado asaltó sangrientamente el palacio de Versalles y tomó la vieja fortaleza de la Bastilla el 14 de julio de 1789, símbolo del despotismo de los reyes, casi sin resistencia. La intención popular era armarse, pues escasamente había siete reos. La Asamblea trasladó a la familia real al palacio de las Tullerías en el centro de París y la sometió a estrecha vigilancia. Esos hechos fueron el inicio de la abolición de la monarquía, propósito claramente revolucionario.
Luis XVI juró a la Constitución de 1791 que convirtió la monarquía en constitucional, mantuvo los privilegios monárquicos, la soberanía del monarca y su derecho a veto. Anteriormente, la nobleza había renunciado a los privilegios feudales, sin que aminoraran las finalidades perseguidas. Una parte de la alta clase emigró a Alemania y conspiraba para restituir la monarquía. La familia real burló la celosa guardia del Palacio y huyó hacia la frontera. No se sabe si con la complicidad de Lafayette, comandante de la Guardia Nacional. Este personaje fue estimado del pueblo por su participación en la independencia de Estados Unidos.
A la sazón, en Austria reinaba José II, hermano de la reina consorte María Antonieta. El rey, la reina, los pequeños hijos varón y niña y la princesa Isabel, hermana de Luis XVI, eran los fugitivos. Por mala fortuna el rey fue reconocido en una posta cercana a la frontera. Los reales fugitivos habían sido denunciados en Varennes y, a poco, conducidos a París. Estos hechos, sin duda, lesionaban la majestad de la Corona. La brecha entre el trono y la Asamblea estaba abierta y se profundizaría cada vez más.
El monarca quedó suspendido de las atribuciones reales y se estrechó la custodia. Bajo sospecha de trajines con la nobleza emigrada y con las potencias extranjeras, se fraguó el primer asalto a las Tullerías el 20 de junio de 1792. La agitación llegó al clímax instigada por dirigentes de los arrabales, entre los que sobresalía Santerre, adinerado, pero hábil adulador de las masas.
El rey ordenó no reprimir y la multitud derribando las puertas penetró hasta las cámaras reales. María Antonieta, Isabel y los niños permanecían en una sala no menos expuesta a la multitud. Luis XVI encaró a la turba y sereno, con pocos guardias de corps, aceptó tocarse el gorro encarnado, llamado también frigio, emblema de los revoltosos. Intimado brindó y bebió de la misma botija a la salud del pueblo. Tamaña afrenta no fue la primera ni sería la última. Rompía el respeto que por siglos se tributó a la majestad real. Luego de ensañarse con los servidores del palacio, la turba abandonó la sede real. Luis XVI no había comprometido ninguna cesión. Empero se trataba de una muestra del fermentado rencor contra el Antiguo Régimen.
No le faltaron justificativos a la Convención y de inmediato jacobinos y girondinos promovieron el asalto final a las Tullerías el 10 de agosto de 1792. Dantón, inclinado a los primeros, lideró la acción. Tropas de línea artillada, de la Guardia Nacional --obediente a la comuna municipal-- guarnecían el palacio y más cercanos y en el interior formaba la Guardia Suiza. La Comuna de París se dio modos para convocar y asesinar al comandante de los defensores, privándolos de dirección. Concentrado el ataque, tenía como vanguardia a la hueste marsellesa fuertemente armada. La débil resistencia cedió y pronto la masa atacante penetró, arrostrando tendales de bajas ante la descarga de la Guardia Suiza. El rey desde su refugio en la Convención había dispuesto el cese de la resistencia.
La multitud enardecida asesinó por decenas a los guardias suizos. Pocos lograron huir y salvarse. La misma suerte corrieron muchos de los doscientos nobles que acudieron al palacio y algunos voluntarios de la resistencia realista. Los asaltantes no perdonaron la vida de los fieles sirvientes e inclusive de mujeres amigas y confidentes de María Antonieta, no pocas de la alta nobleza.
Luis XVI y sus familiares permanecieron encerrados en un recinto de la Convención. El siguiente día fueron conducidos presos al Temple, vieja fortaleza más que palacio, casi despoblada de moblaje, sin descuidar una aleccionada guardia municipal encargada de maltratarlos. El rey fue confinado a la torre de la fortaleza, la familia sólo podía reunirse a la hora de la comida y después se les permitió breves y vigilados paseos por el jardín. El rey fue cesado en absoluto de sus funciones y era desde entonces un reo más sujeto a juicio.
El 2 de septiembre días antes del proceso se arrestó a los ciudadanos parisinos supuestamente adictos a la Corona. Se contaban más de 500. La corporación municipal instigó y planificó la masacre. Un tribunal patibulario de gente del pueblo -primer soviet de la historia- fingía analizar caso por caso. Nadie sobrevivió a la orgía sanguinaria. Individualmente y en pequeños grupos fueron sistémicamente degollados bajo el odio implacable social y político. Inclusive varios de los que habían acudido por curiosidad morbosa o en busca de sus parientes fueron pasados por la cuchilla. Entre ellos la princesa de Lambelle, hermosa joven, cuya cabeza fue clavada en una pica y paseada por las calles.
(El autor sugiere leer su artículo “Reforma y Enconos de la Revolución Francesa”, que introduce al tema 05/03/20).
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