Aarón Mariscal Zúñiga
Mucho se especula sobre cómo debemos los católicos interpretar esta catástrofe que vive la humanidad con el coronavirus. Algunos dicen que si oramos mucho, Dios va a detener la pandemia; otros, que merecemos la enfermedad porque es un castigo de Dios. Al final, ¿cuál es la verdad?
Ambos puntos de vista tienen algo de razón; hoy nos detendremos a analizar el primero. Dios tiene el poder de sanar y es bueno que oremos para pedir su misericordia y salvar nuestras vidas, pero no es suficiente. La oración tiene más eficacia si viene acompañada de penitencia, ayuno o mortificación; y lo más importante, un cambio de actitud.
Aunque siempre hayamos sido pecadores, la humanidad está sumida hoy más que nunca en los peores pecados que uno pueda imaginar. De nada sirve aparentar ser santos con falsas palabras que ni Dios mismo cree en nuestras oraciones: Él sabe qué hay en nuestra conciencia. Sabe que, en muchos casos, si nos salva la vida, vamos a seguir pecando como nos dé la gana.
Es ahí donde entra el otro factor importante: salvar nuestra alma. De nada sirve seguir gozando de vida y salud si seguimos condenándonos al infierno obrando mal. El pecador obstinado es quien insiste en hacer el mal a pesar de conocer el bien: no le importa, no le incumbe, solo quiere hacer lo que le gusta sin que juzguen sus fechorías.
Esto no quiere decir que no haya que salvar vidas, incluso las de los malhechores: al contrario, es noble y justo seguir con todos los cuidados necesarios para evitar más contagios y salvar las vidas de los ya contagiados. Sin embargo, los católicos tenemos que hacer doble esfuerzo: no solo salvar la vida perecedera de este mundo, sino también la espiritual.
Tenemos que rezar el rosario cada día, hacer obras de caridad: dar al que no tiene, enseñar al ignorante, ayudar al oprimido, etc. Orar por nuestros médicos, militares, autoridades, periodistas, comerciantes… Orar al santo de nuestra devoción, enseñar virtudes dando el ejemplo, etc. Es un sacrificio diario de tiempo que hay que asumir para tener el derecho de llamarnos católicos auténticos.
Los católicos hemos descuidado tanto la salvación de nuestra alma; tanto, que ya ni parecemos católicos, sino más bien simples maniquíes seculares dispuestos a dejarse llevar por lo que dicta el mundo. Por esta razón, no basta con pedir en nuestras oraciones que salvemos nuestras vidas, sino que salvemos nuestra alma, y que Dios nos utilice a nosotros y al prójimo para salvar las almas de los demás.
Es importante recurrir a Dios para que nos ilumine con su sabiduría, que tanto bien hace a la salvación del hombre. Los bienes materiales y perecederos son nada ante la dicha de tener un alma que pronto verá a Dios y gozará con los ángeles cantando himnos de gloria.
Dice San Alfonso María de Ligorio en su libro Preparación para la muerte: «Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos; si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez; aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedia».
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