Ernesto Bascopé Guzmán
Durante buena parte de la historia humana, acceder a la información y al conocimiento era extremadamente difícil y caro. En las economías anteriores a la Revolución Industrial, siempre al límite de la subsistencia, aprender a leer era un privilegio de pocos y el costo de educarse demasiado elevado.
Es por eso que la invención de la imprenta fue tan significativa: redujo el costo de la información y facilitó la difusión del conocimiento. Se trató efectivamente de una transformación radical cuyos efectos y utilidad todavía percibimos.
La tecnología digital afirmó esta tendencia, disminuyendo aún más el costo de la información y el tiempo necesario para compartirla. Gracias a la misma, en las últimas décadas nos acercamos a la utopía de un mundo en el que todas las obras humanas, pasadas y presentes, se encuentren a unos pocos clics de distancia, de manera casi gratuita.
Esta última ola de transformación tecnológica generó innumerables beneficios, indudablemente. Sin embargo, debemos constatar que generó de igual manera una confusión muy peligrosa y que pone en riesgo la noción misma de saber. Me refiero a la creencia, cada vez más difundida, de que acceder a información abundante y barata equivale a conocimiento.
Hasta hace poco resultaba evidente que poseer un libro, en tanto que objeto, no transfería a su dueño el conocimiento contenido en sus páginas. Todo el mundo sabía que aprender y, más aún, dominar un tema, requería tiempo y sacrificio personal.
Esta certeza, bastante pertinente en épocas menos proclives a la inmediatez y a la superficialidad, está bajo asedio en nuestros tiempos. En efecto, la posibilidad de acceder a cantidades casi infinitas de información genera la ilusión de que el análisis y asimilación de dicha información es igual de fácil.
Recordemos también que, en toda comunidad dedicada al conocimiento, desde la ciencia a las humanidades, el diálogo entre miembros es un componente esencial en la búsqueda del saber. Sin este intercambio constante, se tiende a pasar por alto los errores propios (y la vanidad, tan humana) y a magnificarlos.
En el presente, la ilusión de conocimiento lleva a muchos a evitar este indispensable contraste de ideas: se escucha lo que se quiere, lo que va en sentido de los propios prejuicios, lo que no genera cuestionamientos ni dudas.
Esto explica, muy probablemente, la plaga de falsos expertos en las redes y en muchos medios masivos. No importa la disciplina ni la complejidad del tema, siempre encontraremos personas convencidas de poseer la verdad y de su derecho a expresar sus prejuicios y medias verdades.
Esto es lamentable en sí mismo, pero en estos tiempos, en medio de una urgencia como la que vivimos, la inflación de falsos expertos puede ser peligrosa también. Desde las teorías conspirativas, que minan la confianza en las instituciones, hasta la difusión de remedios milagrosos, verdaderas estafas que pueden causar serios daños en los ingenuos, la ilusión de conocimiento termina siendo peor que la propia enfermedad.
¿Será el momento de volver a las certezas del pasado? Quizás sea necesario recordar que aprender requiere tiempo, esfuerzo y, sobre todo, la humildad de reconocer la propia ignorancia.
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