Marcelo Miranda Loayza
En la palestina del Siglo I, la enfermedad, sea cual sea, era considerada como un castigo divino, el cual venía como resultado del incumpliento de la ley de Dios. La lepra era, sin duda alguna, la enfermedad más temida de la época, el portador era considerado indigno del amor de Dios, se le obligaba a abandonar a su familia y bienes, era expulsado no solo de su ámbito familiar, sino también del poblado, obligado a exiliarse y a vivir de las sobras de alimentos o de la caridad, es decir, era condenado a un distanciamiento social de por vida.
Las enfermedades siempre traen consigo diversas reacciones, las mismas que pasan desde las más horrendas y detestables, hasta los actos de solidaridad más elevados. En el caso del COVID-19 tenemos de todo, por un lado un sistema estatal que al no saber lidiar con la enfermedad condena al enfermo a una especie de exilio, donde la cercanía del paciente con la sociedad es considerado anatema, el remedio es el aislamiento y, en algunos casos, este aislamiento desemboca a morir en total soledad. Y por otro lado, tenemos actos heroicos de amor y de entrega al enfermo, actitudes que son vistas como delictivas y hasta peligrosas, como vemos, pareciera que la humanidad ha retrocedido al Siglo I, el enfermo es nuevamente un maldito de Dios y un peligro para la sociedad. Jesús en su actividad mesiánica no tomaba los recaudos prescritos por la ley mosaica, es decir no se distanciaba del enfermo, es más, buscaba la cercanía con ellos, pues sabía muy bien que al estar margen de la sociedad se mellaba la dignidad del enfermo. Jesús no tenía miedo a la enfermedad ni al contagio, pero sí era crítico con la ley, pues el "distanciamiento social" había desembocado en miedo y es sabido que del miedo nace la indolencia, el egoísmo y el individualismo. Cristo sabía muy bien de esto y por ello en sus múltiples curaciones, no solo reponía la salud del enfermo, también le devolvía su dignidad.
Los enfermos al estar impedidos para entrar a los poblados y ciudades rondaban por las cercanías en busca de comida y agua. Jesús en ningún momento excluye de su ministerio a estas personas, habla con ellas (situación que también estaba prohibida), las toca y se deja tocar y luego recién las cura. El mensaje es claro, el ser humano está muy por encima de la enfermedad, ninguna dolencia, por más compleja y contagiosa que sea, puede atentar contra la dignidad humana, el enfermo no puede ser penado ni perseguido usando como pretexto "el cuidado de la salud pública", este extremo sí debiera ser considerado como un abuso y un delito.
En tiempos de Jesús al leproso se le obligaba a portar una campanilla en el cuello, pues su presencia debía ser notada por la población. En tiempos del COVID-19 todos tienen que andar por ley con barbijo, la enfermedad y el siglo han cambiado, obviamente que sí, pero a pesar de ello la actitud de Jesús sería la misma, abrazaría a los enfermos, hablaría con ellos, les haría saber que no son olvidados de Dios y los bendeciría. Para las leyes especiales por cuarentena Jesús sería un sedicioso, al cual habría que multarlo y obligarlo a cumplir horas comunitarias como sanción a su afrenta contra la salud pública. Como vemos, la humanidad sigue vistiendo de miedo lo que no conoce, sigue despreciando al enfermo por encima de la enfermedad y sigue penalizando a la compasión.
Una sociedad que se encierra en sí misma es una sociedad condenada a la soledad y al miedo, insisto, el Estado no puede sembrar el miedo como "vacuna" contra la enfermedad, es decir, respirar no puede ser un delito, un abrazo no puede ser perseguido y un beso no puede ser sinónimo de suicidio.
El amor, la solidaridad y la Fe siempre estarán por encima de cualquier enfermedad, solo hay que empezar a creer y dejar de esconderse.
El autor es Teólogo y Bloguero.
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