Ernesto Bascopé Guzmán
En situaciones normales es muy poco probable que una persona ejercite sus músculos hasta el completo agotamiento. El cuerpo posee mecanismos naturales que nos impiden alcanzar el umbral del daño permanente. Por desgracia, lo que funciona para el cuerpo no se aplica en igual medida para la mente.
Pienso en particular en la incapacidad de muchas personas para aislarse oportunamente de la avalancha de información que exige su atención de manera permanente, desde las redes sociales y los medios masivos. Se trata de estímulos que, en olas sucesivas, terminan por agotar y aturdir a sus pobres víctimas.
Este bombardeo constante de estímulos podría tolerarse, como un mal menor, así como soportamos un nivel determinado de contaminación o de ruido en nuestras ciudades. Sin embargo, su impacto es mucho más serio y difícil de subestimar, porque interfiere en nuestra capacidad para actuar como ciudadanos responsables.
La ciudadanía es un privilegio que implica mucho más que votar con cierta regularidad por el candidato más popular o por aquel que posea ciertas características somáticas. Ser ciudadano requiere, idealmente, participar de manera informada y racional en el debate público.
Y esto último supone, ante todo, que las personas sean capaces de conocer y comprender, así sea de manera aproximada, los desafíos que enfrenta el país, los problemas que necesitan medidas urgentes y ciertos aspectos esenciales de la economía nacional y de su sistema jurídico.
Por supuesto, se trata de un ideal que debe inspirar a los ciudadanos y a las instituciones republicanas. Nadie pretende que todos los votantes se comporten efectivamente de esta manera en lo inmediato, pero sí que aspiren a ello.
El problema radica hoy en la dificultad creciente para alcanzar ese nivel de comprensión y conocimiento de los asuntos públicos. Y entre los principales obstáculos encontramos justamente el ruido permanente generado por las redes sociales y luego, trampa aún más indigna, la manipulación de la opinión pública desde esas mismas plataformas.
No hace falta ir muy lejos para encontrar ejemplos de este fenómeno. Basta observar la grosera campaña de propaganda emprendida por los militantes, simpatizantes y mercenarios del anterior partido de gobierno, el que fuera responsable del fraude electoral y de innobles actos de violencia y sabotaje.
Los agentes del antiguo oficialismo comprenden bien la lógica de las redes sociales y sus posibilidades para devaluar el ejercicio de los deberes ciudadanos. En ese sentido, no dudan en producir rumores y mentiras a escala industrial, seguros de que, como mínimo, destruirán toda serenidad en el debate público. Es la versión digital de la estrategia de la violencia, el hambre y el bloqueo, empleada en noviembre pasado. Se trata de una verdadera conjura del ruido y la mentira.
En efecto, no pasa un día sin que intenten alguna nueva infamia, con la esperanza de desacreditar a personas, instituciones y al propio sistema democrático. Tristemente, muchos caen en este engaño, abandonando su rol de ciudadanos para transformarse en antenas repetidoras de estridencias y falacias.
La pregunta esencial sería, entonces: ¿cómo debe responder un ciudadano a la manipulación y a la diseminación malintencionada de este ruido? Un buen inicio consistiría simplemente en retomar el control de nuestro tiempo y consumo de información. Nada hay más sencillo que cerrar una red social o bloquear a los agentes de la conjura, para abrir otros canales más sofisticados y honestos de comunicación. Es una habilidad que puede aprenderse y fortalecerse con la práctica.
Nunca es demasiado tarde para retomar el ideal de una ciudadanía activa y responsable. Para comenzar, solo es cuestión de apagar el ruido.
El autor es politólogo.
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