Entrelíneas
El 6 de junio conmemoramos el Día del Maestro mediante Decreto Supremo de 1924, bajo la presidencia de Bautista Saavedra y que realza dos hitos históricos. Por un lado, la creación de la primera escuela de educación fundada en Sucre en 1909, en homenaje a los 100 años de la gesta libertaria de 1809 y, por otro, el homenaje al “padre de la educación boliviana”, Modesto Omiste Tinajeros, quien nació el 6 de junio de 1840 en Potosí.
No siempre resulta sencillo esbozar líneas que permitan expresar aquellas virtudes y bondades tan especiales que encarna al “Ser” que eligió la más noble y honorable profesión, cual es la de educar y enseñar.
Los maestros no solo se dedican a enseñar conocimientos disciplinares plasmados en una currícula, pues en ocasiones –y casi siempre-, se convierten en ejemplos de vida de sus discípulos; en amigo, confidente y consejero que apoya e incentiva a descubrir las virtudes y potencialidades de sus aprendices, a quienes nunca olvidará y los tendrá siempre presentes en sus recuerdos y memorias acumuladas en sus años de trabajo honesto, digno y tesonero.
De ahí que me resulta difícil hallar a un maestro carente de principios y altos valores morales y éticos que, a modo de atributos, engalanan su actuación cotidiana guiada con responsabilidad y compromiso profesional, cumpliendo honrosamente ese ilustre “ministerio de enseñar” que le ha sido otorgado por una comunidad académica.
Tanto el Estado como la sociedad le han confiado la más delicada e importante labor de transmisión de cultura y conocimiento científico, tan vitales para engrandecer la Patria bendita; la formación de hombres y mujeres de bien, que además de contribuir al desarrollo y progreso regional y nacional, se conviertan en la fuerza creativa y dinamizadora de la liberación, el cambio y las profundas transformaciones sociales políticas, económicas y culturales, tan esenciales para afrontar los desafíos de este mundo impensado.
Estos ideales son perfectamente resumidos por el filósofo y médico inglés John Locke (1632-1704), quien afirmara que el “trabajo del maestro no consiste tanto en enseñar todo lo aprendible, como en producir en el alumno amor y estima por el conocimiento”.
Los maestros representan esa genuina reserva moral y ética, puesta a prueba continuamente en su diario vivir, dado que su labor y actuación no terminan en el aula, pues también queda registrada y efectivizada fuera de ella. Más aún, si tomamos en cuenta que la educación es un hecho y una práctica social que debe ser comprendida en un marco contextual complejo que, al ser histórico, político y económico, no la restringe a un lugar o escenario cristalizado de un espacio físico (el aula); pues abarca un conjunto de relaciones de poder, de concepciones ideológicas confrontadas; de procesos y transformaciones profundas que emergen a raíz de la dinámica sociocultural histórica.
No existen palabras para proclamar en su verdadera dimensión la inmensa gratitud, reconocimiento y agradecimiento sincero al desempeño de todos aquellos educadores, que cual nobles sembradores de conocimiento, fe, amor y esperanza, generosamente invitan a sus estudiantes a escudriñar el vasto campo del conocimiento y la ciencia; haciendo efectiva y vigente aquella manifestación que indica: “se predica con el ejemplo”. De ahí que todos y cada uno de sus actos –a modo de caja de resonancia-, repercuten ampliamente en su desarrollo y formación.
Celebro este sentido homenaje a los maestros y educadores que aportan y aportaron con ese “granito de arena” a forjar nuestras vidas, brindándonos sus enseñanzas con amor y sensibilidad fraterna que guía esa labor de inmaculada pureza, integridad y solvencia de quien enseña; la paciencia y comprensión para desvelar las inclinaciones innatas y, especialmente, estar conscientes de que esta “distinguida profesión”, lejos de ser mercancía es, ante todo, un verdadero oficio divino…
El autor es MGR. Docente
e Investigador.
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