Ernesto Bascopé Guzmán
Sin duda todos conocemos el célebre cuento de hadas de Hans Christian Andersen intitulado “El traje nuevo del emperador”. En el mismo se cuenta la historia de un monarca que, preocupado en exceso por su apariencia, cae en la trampa de un par de ingeniosos estafadores. Éstos últimos afirman poseer una tela espléndida, la más bella del mundo, con una extraordinaria propiedad: es invisible para los tontos y los incapaces. El emperador termina comprando el traje que le ofrecen.
Como era de esperarse, nadie se atreve a decir que el emperador nada puesto lleva, ya sea por temor o por orgullo. El soberano se atreve incluso a pasear por las calles de la capital, convencido de vestir la más maravillosa de las telas. Todo va bien, hasta que un niño grita la verdad, revelando a la gente su credulidad y cobardía.
La fábula nos advierte sobre los peligros de las certezas colectivas. De igual manera, la historia podría interpretarse como una velada crítica al poder y al Estado. Ahí, Andersen sugiere que nuestros gobernantes son poderosos en la medida en que nosotros, los ciudadanos, aceptemos y creamos que lo son.
Esta historia se la podría emplear para comprender el curioso caso del Ministerio de Cultura, hoy convertido en viceministerio, y las reacciones, entre airadas y contradictorias, que dicho cambio ha provocado en una fracción de la ciudadanía.
Por supuesto, convendría realizar algunos ajustes a la fábula. En nuestro contexto, debemos invertir ciertos elementos de la historia y contarla en negativo. En la versión boliviana, corresponderá que el soberano no exista, en tanto que el traje es de una complejidad barroca. Y la población se enoja, en lugar de aceptar su error, cuando se devela que solo existe aire debajo del traje maravilloso.
En ese sentido, los compatriotas irritados por la supuesta desaparición de “su” ministerio se ofuscaron porque se reveló algo evidente: que el así llamado Ministerio de Cultura no era más que un cascarón vacío o peor, un aparato creado por el gobierno precedente con fines propagandísticos.
En otras palabras, muy poco o nada hicieron los sucesivos ministros encargados de la cultura en Bolivia. Esta estructura administrativa era en gran medida decorativa y servía esencialmente para proyectar la imagen de un gobierno interesado en promover las artes.
¿Qué sentido tiene, entonces, la molestia de dichos ciudadanos? Finalmente, la decisión presidencial, muy anodina, implica esencialmente un cambio en el papel membretado de la entidad, donde se colocará “viceministerio” en lugar del altisonante, pero irreal, “ministerio”.
Una respuesta posible es que muchos todavía creen en el valor de los símbolos. Se han convencido, luego de varios años de propaganda, que lo importante en la gestión pública son las estructuras administrativas, los carteles en las puertas y la figura, más o menos mediática, del ministro de turno. Se ocupan de la belleza del traje, por decirlo de alguna manera, y no de la existencia de un soberano que lo lleve puesto.
Se trata de un error. Lo que debe contar en la hora de evaluar la gestión del Estado es la eficacia, es decir la capacidad para alcanzar las metas trazadas, la eficiencia y la transparencia. Es el fondo y no la forma lo que importa.
Desde esa perspectiva, no tiene sentido molestarse porque la farsa se haya descubierto. Tampoco es razonable exigir un retorno a la situación anterior. Quien lo proponga peca de ingenuo o de demagogo.
Lo verdaderamente honesto sería impulsar un diálogo ciudadano para definir lo que el Estado boliviano puede hacer por la cultura. Y cuando esto se determine, será el momento de implementar las mejores políticas, con los recursos y personal que correspondan a nuestra realidad financiera.
La existencia o no de un dispositivo llamado “ministerio” es definitivamente secundaria. Esperemos que los compatriotas interesados en el tema acepten la realidad, en lugar de seguir adormecidos con bonitas fábulas.
El autor es politólogo.
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