Contra viento y marea
Comer en familia frutas frescas, pasankallas, maní, roscas y maicillos es una de las tradiciones que se apoderaron de nuestro país en el Corpus Christi. No censuro ni exalto las costumbres del pueblo que, de esa forma, rinde culto al cuerpo como regalo de Dios. Pensándolo bien, no resienten ni a la fe ni a la moral y se me ocurre que los orígenes de ese comportamiento tienen una base bíblica y simbología teológica que puede pasar inadvertida para muchos. No olvidemos que entre los primeros cristianos, “todos los días se reunían en el Templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían la comida con alegría y con gran sencillez de corazón” (He 2: 46). Es posible que haya un nexo entre ambas usanzas; es posible.
Pero es indudable que esta celebración de la Iglesia Católica, en Bolivia y en el mundo tiene una connotación manifiestamente más importante que festejar el propio cuerpo con comidas o bocadillos que sacian limitadamente el hambre, incluso si la ingesta es, como suele ocurrir, abundante, porque pan y vino, carne y sangre; ese es el alimento del hombre creyente, el que colma todas sus necesidades físicas y espirituales, el que fue formalmente instituido en la Última Cena para que sea rememorado por siempre, según las propias instrucciones del inminente Cordero.
Los fieles saben por fe de la presencia real y no únicamente simbólica de Jesucristo en la Eucaristía, que es el centro mismo de la Misa. Para quien participa dominicalmente de esa ceremonia sacramental, que supera ampliamente la condición de ritual, en tanto la experiencia solemne y maravillosa de comer la carne y beber la sangre de Cristo, es tan personal, tan íntima, tan vivificadora; se produce un efecto personalísimo, traducido en un encuentro singular, distinto uno de otro, diferente en cada alma, con quien solo quiere dar amor a quienes de Él se alimentan.
La celebración de nuestra fe en comunidad y el compromiso para hacer fermentar la misericordia y la solidaridad en el mundo son las dos vertientes del sentido de la Eucaristía, y ante la crisis sanitaria que vivimos y que nos duele a todos, ambas son el camino a seguir.
Por eso es que la Eucaristía es el acto más sagrado del mundo, porque en una auténtica transubstanciación del pan y del vino en cuerpo y sangre, está presente la divinidad de Jesús, produciéndose un verdadero milagro cada vez que un Sacerdote consagra la Hostia y un creyente se alimenta de ella. Es cierto que Cristo a través de los evangelios nos enseña con muchos simbolismos, pero no es el caso de la Eucaristía, en que se da realmente a sí mismo, por lo que la comunión es un encuentro de Persona a persona.
Cuando Jesús tomó el pan y dando gracias a sus discípulos dijo: “… esto es mi cuerpo”, aquella noche de mal presagio, en su lengua materna expresó exactamente: “esto soy yo en persona”. Gran regalo que nos ha dejado el Señor: ser alimento de nuestra vida para ser alimento de la Vida Eterna.
Aunque existen evidencias científicas irrefutables de que la substancia de una aparentemente simple hostia sufre una mutación; ese pedazo insignificante de harina de trigo cocido y ázimo, a través del don de la fe, está Jesucristo en todo su ser de hombre y en todo su ser de Dios y a diferencia del maná bajado del cielo para llenar el estómago, éste es un pan bajado del Cielo para alimentar almas que las preserve para la vida eterna. Por eso es el sacramento de la fe, que nos permite, a diferencia de los demás alimentos que cuando los ingerimos pasan a formar parte de nuestro cuerpo y de nuestra sangre, recibir a Cristo en la Eucaristía, es al revés: somos nosotros que nos asimilamos a Él, transformándonos en Él. Más categórico aún es San Agustín, quien pone estas palabras en boca de Cristo: “Yo soy el pan para los fuertes. Ten fe y cómeme. Pero no me cambiarás en ti, sino que tú serás transformado en Mí”.
Este jueves no podremos recibir el Cuerpo de Cristo, pero ávidos de él, sentiremos su “dulzura” con recogimiento interior.
El autor es jurista y escritor.
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