Durante el desgobierno del cocalero Evo Morales la ola de corrupción a nivel del Estado adquirió el nivel de un tsunami pavoroso, igual o peor que el que arrasó una playa donde se bañaban y murieron ahogadas quinientas mil personas. Alcanzó tal magnitud, tanto en calidad como en cantidad, que mereció el repudio de la población en general, que encontró como solución erradicar del país a ese régimen carente de hasta un mínimo de moral.
El cambio de gobierno hizo pensar que el mal había terminado y no se producirían más casos en esa materia y, además, los corruptos del masismo saldrían del poder que usufructuaron durante catorce años e irían a parar a la cárcel.
Pero, ¡oh, sorpresa!, la corrupción siguió igual que antes, como si de nada hubiesen servido las denuncias de la prensa, la indignación pública contra los delincuentes, algunas leyes, el envío a prisión de algunos elementos. Tampoco sirvieron las amenazas para poner freno a la inmoralidad. Todo terminó en cero.
¿Cómo se puede explicar todo eso? ¿Por qué cuando más se combatía el mal, más aumentaba? ¿Cómo los que combatían contra la corrupción resultaron corruptos como los anteriores? La explicación es por demás compleja, pero tiene un punto visible.
Efectivamente, durante el gobierno de Evo Morales no se combatió, sino se fomentó el problema y los corruptos fueron premiados, se les perdonó los enormes delitos, se los sacó de las cárceles y cuando se los interpeló en el Parlamento, terminaron siendo objeto de ovaciones. Es vergonzoso recordar los cientos de casos que espeluznaron a la ciudadanía.
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