La espada en la palabra
Sin duda alguna, desde siempre --fundamentalmente desde la irrupción de la Revolución de 1952-- el mundo y la cultura indígenas han repercutido en la voluntad política electoral y han concitado sendos debates en círculos intelectuales y universitarios. Vista la evolución del corpus del teorema político indianista, ahora cabría preguntarse: ¿Qué valor práctico tienen esas ideas para la vida política real de Bolivia (o de cualquier estado latinoamericano que intente concretizarlas)? Hay, evidentemente, tendencias que son de cuño restaurativo (la re-institución del Tahuantinsuyo) y otras mucho menos “ultristas”. Las primeras representan no solamente utopías irrealizables, sino en muchos casos visiones segregacionistas y sanguinarias, representadas en la lucha de razas. Las segundas, intrépidos intentos de síntesis entre el idealizado mundo prehispánico y la dialéctica marxista de ultramar. Lo curioso de unas y otras, como lo asevera el filósofo H.C.F. Mansilla, es que, para su progreso material, no hacen discriminación alguna a la hora de adoptar ciertos elementos e insumos propios del combatido, criticado y vilipendiado Occidente.
Pero más allá del sinsentido de ese ideario ecléctico, lo importante es si --aun mezcladas y relativamente incoherentes-- aquellas corrientes políticas podrían ser la respuesta a los dilemas sociopolíticos y económicos que enfrenta la Bolivia actual.
Uno de los intentos teóricos más audaces de puesta en práctica del indianismo fue el preconizado por el ex vicepresidente Álvaro García Linera. Éste apostaba por un maridaje entre el indianismo de Fausto Reinaga y el marxismo, sin darse cuenta de que ambas teorías son diametralmente opuestas en cuanto a sus requerimientos para ser llevadas a la praxis. El uno es cíclico (históricamente hablando), mientras que el otro es dialéctico-progresivo; el uno es primordialmente burgués, mientras que el otro abole la propiedad privada; el uno puede ser deísta, mientras que el otro es recalcitrantemente ateo; el uno conserva viejos estratos y clases sociales, mientras que el otro deroga cualquier intento de jerarquización social (aunque en la práctica no sea así realmente), etc. La lista de diferencias podría extenderse mucho más. Pero hay algunos matices en los que ambos teoremas confluyen más o menos en perfecta sintonía: la ausencia de un parlamento (o de cualquier intento de institución que vele por los intereses de las minorías), la carencia de un sentido de meritocracia (una que no sea militar o guerrera), el paternalismo y la vigencia de un gobierno altamente vertical y arbitrario.
Ahora bien; los tiempos han cambiado tanto, que la premisa para la construcción de todo estado democrático está inscrita en y condicionada por: los principios del cuidado del medioambiente, el respeto a los derechos humanos y el ejercicio de la ciudadanía política in lato sensu, entendida ésta como la incidencia real en la res pública, por parte de todos los ciudadanos, mediante los mecanismos que ofrece la democracia moderna y occidental. Esto puede significar, por ejemplo, la relegación del orden jurídico consuetudinario de los pueblos aborígenes (orden que, por lo menos hasta ahora, no ha brindado buenos resultados), subsumiéndose los mismos en el orden jurídico ordinario occidental, nacido en la Roma clásica.
La aceptación de la tecnología de Occidente, pero también de muchos de sus valores éticos y pautas de comportamiento social, supondría una uniformización saludable para la sociedad boliviana. Eso respecto a mi juicio valorativo en relación con la remota posibilidad de la puesta en práctica del indianismo o de cualquier intento de indianismo mezclado con marxismo.
El indigenismo es un asunto aparte. Un aspecto cultural y literario. Nos sirve de oropel enorgullecedor y chovinista, pero el sistema educativo tampoco puede darse el lujo de relegar el amor por la cultura universal, so pena de quedarnos aislados del resto del mundo.
El autor es profesor universitario.
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