Estoy seguro que para el tatú todos los días son iguales. No puede ser de otro modo porque nació así. Sale cauteloso de su cueva en la noche, mira para todos lados, se anima y corre en busca de insectos o hierbas; consigue lo necesario y regresa presuroso para introducirse en su cueva y no salir hasta la noche siguiente. La vida del tatú transcurre en su agujero, cavándolo y haciéndolo más grande, aun cuando detesta soportarlo. Y cuando se aventura a tomar un poco de sol, queda indefenso ante cualquier animal carnívoro; o ante el hombre, siempre un enemigo peligroso.
Yo me siento como un tatú desde hace más de tres meses, con la diferencia que ni siquiera puedo salir de noche. Y paso los días encuevado, sin tomar el sol, entre mi escritorio y mi dormitorio, cansado de escribir, de leer o releer, de oír noticias --todas sobre el virus--, caminando a veces en la cinta eléctrica para no quedar tullido, utilizando el WhatsApp con los hijos y amigos, a la espera de mi vino del medio día y de comer algo rico que por suerte no me falta.
El corona virus --o “peste china” como la llamamos con propiedad algunos-- ha asolado nuestro planeta y por lo menos a la mitad de su población la ha sentenciado al encierro. Hemos oído durante más de tres meses todo tipo de recetas, de consejos, de fórmulas mágicas, para combatir el mortal ataque de los virus, pero, a fin de cuentas, lo que parece ser más útil y sensato es la reclusión consciente, permanecer en casa.
Es así que nos hemos sometido a un nuevo modo de vida como forma de no infectarnos y morir; a una modalidad de existencia que pasa, forzosamente, por la clausura. Si antes era placentero permanecer dos o tres días seguidos en la casa, holgazaneando, durmiendo de más, luego de tres meses de existencia monacal, nos damos cuenta de que los humanos pasamos por las cavernas hace milenios solo para no morir de frío o en garras de las bestias, porque amamos nuestra vida caminando bajo el sol.
Indigna, por tanto, escuchar a algunos agoreros que afirman que desde hoy hasta el fin de los tiempos vamos a tener que vivir como los tatús. Dicen algunas personas que se acabó la vida al aire libre, que se acabaron las reuniones, los restaurantes, que no habrá más abrazos, no más besos, que se terminó el amor. Eso, por supuesto, no tiene ningún sentido, porque ya sabemos que plagas peores se han producido en el mundo, que diezmaron millones, pero pasaron, son historia. Eso sucederá con esta peste china como sucedió con la mal llamada gripe española, que fue cien veces peor.
Es innegable que la gente está muy molesta con la cuarentena y muchos tienen razón. Sucede que no todos los bolivianos tenemos las mismas condiciones económicas y hay familias que pueden soportar una semana de encierro y hasta un mes; pero otras que, sin generar ingresos, les falta la comida si no trabajan un día y no soportan la estrechez de una habitación. ¿Qué se puede hacer más de lo que ha hecho el Gobierno? ¿Cómo ayudar con más dinero a la gente de menores recursos, si las arcas están vacías y los precios de nuestras exportaciones andan por los suelos? ¿Dónde se fueron los 300 mil millones de dólares que recibió el Estado Plurinacional desde el año 2006? Nadie lo sabe y quienes los administraron huyeron al exterior o se hacen los del otro viernes y todavía tienen la sinvergüenzura de reclamar.
Como en toda situación de catástrofe, hoy es necesario culpar a alguien. Y la víctima propicia es el Gobierno, aunque reparta dinero que hay que arañar del fondo de las cajas fiscales. La señora Presidente, aunque invoque cuidado y tolerancia, ha resultado ser injustamente responsable de la plaga que recorre el mundo entero y está en boca de los malhablados y cínicos del MAS, que solo piensan en elecciones.
Como los tatús debemos seguir enclaustrados durante algún tiempo más, peor si es que se cumplen los temores de la Ministra de Salud, que ya ha dicho que hasta fines de julio puede haber alrededor de 100 mil infectados. Si la tasa de letalidad está entre el 3 o 5 %, habrá que echarle pluma al asunto y mejor obedecer y quedarse bajo techo nomás.
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