Para quienes no saben de deportes ni les interesa y ahora solo hablan de la peste infame y de la chifladura de convocar a elecciones en septiembre, les cuento que Alfredo Di Stéfano no era político, ni científico ni historiador ni astro de cine, sino un futbolista. Los jóvenes de hoy no saben quién fue, porque todos están locos con Messi y Cristiano Ronaldo.
Cuando vivía en Madrid, el año 2001, mi colega argentino, el escritor y amigo Abel Posse, me invitó a un churrasco nocturno en la embajada, solo de varones. Tuvo la cortesía de preguntarme con quién deseaba compartir una mesita de cuatro personas de las seis que había dispuesto. Mencionó por teléfono los nombres de sus invitados, todos muy importantes, pero en cuanto nombró a Di Stéfano le dije que con él, sin oír más. Abel lanzó una carcajada, porque imagino que le extrañó mi respuesta.
Lo que sucedía es que yo fui un acabado admirador de Di Stéfano e hincha del Real Madrid. Pero fui un fanático madridista no de ahora que hay tantos, sino desde mis once años, cuando en 1957 llegué con mi hermano Julio a Santiago de Chile, donde vivían en el exilio mis padres con Mario, mi hermano menor. Ahí devoraba la revista deportiva El Gráfico, que llegaba a mis manos desde Buenos Aires, con semanas de atraso, a través de un amigo que la compraba.
Desde entonces seguí las hazañas del Real Madrid y la magia de Di Stéfano, y de tremendos jugadores como el húngaro Puskas, el cántabro Paco Gento y un sinfín de figuras españolas y extranjeras que solo podía ver en fotografías en blanco y negro. Claro que en El Gráfico seguía también a mi querido River Plate, y al bello fútbol italiano, cuando, por entonces, brillaban Sívori, Mashio, Angelillo, y otros talentos argentinos, que, incomprensiblemente, no conformaron su selección para el Mundial de Suecia.
¿Cómo iba a desperdiciar la oportunidad de sentarme a la mesa con Di Stéfano? Esa noche de asado, vino, tango y chacareras, preferí a mi viejo ídolo. Además de que en la misma mesa nos acompañó Jorge Valdano, otro crack argentino ya retirado, y por entonces Director en el Real Madrid.
Le conté al “maestro” que, en 1960, cuando tenía 15 años, había ido al Estadio Nacional de Santiago, con mi hermano Julio (hasta ahora muy buen futbolista) y mi querido amigo Ramiro Prudencio, a verlo en las prácticas previas a dos partidos amistosos en que la selección española derrotó por 4 a 0 y 4 a 1 a la chilena. Le conté que le toqué la espalda en la cancha como si hubiera tocado a Dios; que le pasé un balón y que me agradeció. Di Stéfano hizo dos goles en cada partido, jugando solo los primeros tiempos. Luego le dije que había empeñado mi frazada, la más pesada de mi cama, sin importarme el frío que iba a pasar, para comprar mi entrada y verlo jugar en el Real Madrid que derrotó a Colo Colo por 2 a 1 en 1961, con un golazo tremendo de Puskas.
Como no había con quién hablar más en la mesa que con Valdano y conmigo, el “maestro”, que era de muy pocas palabras, se abrió recordando pasajes en River Plate, Millonarios de Colombia, pero sobre todo en el Real Madrid. Cómo fueron conquistadas las consecutivas cinco copas europeas, algo inigualado e irrepetible. Me resulta difícil rememorar lo que habló este hombre que andaba por los 75 años entonces. Pero a mis preguntas sobre sus goles, sus compañeros de equipo, y sus adversarios, me contestaba con su acento argentino que no lo perdió nunca.
Me quedó muy claro que, entre sus rivales, respetaba mucho a los del Barcelona. Porque --de eso me acuerdo como si fuera hoy-- mencionó reiteradamente a Kocsis, Kubala y Czibor, húngaros los tres, de quienes decía que habían sido unos “fenómenos”. El hecho de que no hablara mucho de él y que prefiriera referirse a sus compañeros como Puskas y Gento, me dejó el sabor del hombre modesto, que sabía de su propio valor sin hacer ningún aspaviento.
Fue una noche inolvidable, de gratísimo recuerdo, con uno de los futbolistas más extraordinarios que hayan nacido, a la par que Pelé, Maradona y Messi. Jamás me arrepentiré de haber elegido al veterano Di Stéfano, la “Saeta Rubia”, como mi compañero de mesa, lo que le produjo tanta gracia a mi amable colega y anfitrión.
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