Entrelíneas
El pasado 6 de julio, la comisión de fiscales de La Paz finalmente se dignó a emitir la imputación formal por terrorismo y financiamiento al terrorismo, en contra de Evo Morales, refugiado político del gobierno argentino, presidido por el también populista Alberto Fernández.
La comisión de fiscales a cargo de la investigación fundamentó su resolución, tras los resultados de pericias científicas y triangulación de llamadas telefónicas efectuadas por Morales al dirigente cocalero Faustino Yucra, para coordinar acciones subversivas de cerco a las ciudades y bloqueo de alimentos, durante las movilizaciones violentas de octubre y noviembre de 2019.
Tras el análisis de llamadas entrantes y salientes a la línea telefónica 71024068, de propiedad de Yucra y de acuerdo con la confirmación de reporte de ubicación de la radio base denominada (El Torno 2) – 4G-12, en Santa Cruz, el 14 de noviembre de 2019, a horas 22:37:48, se confirmó la veracidad del contacto telefónico de Morales desde México a través del número 525515081469, con una duración de tres minutos, 16 segundos y que corresponde al video de la llamada que generó el inicio de investigaciones.
Como era de esperarse, el 6 de julio, mediante su cuenta de Twitter, Morales calificó de “ilegal e inconstitucional” la imputación formal en su contra, alegando que se trata de un audio alterado y “una prueba más de la sistemática persecución política del gobierno”. No obstante, tres días después (9 de julio), daría un giro radical a sus declaraciones, pues a través del mismo medio, tácitamente admitió que es correcto el número de celular que tenía en México y desde el cual mantuvo comunicación con Yucra.
Esta última intervención del ex mandatario otorga sentido al axioma jurídico “a confesión de parte, relevo de prueba”, que se aplica cuando una de las partes del proceso admite --implícita o explícitamente-- que hizo aquello de lo que se le acusa, por lo que ya no amerita presentar mayor prueba para su demostración.
Ya nada podría extrañarnos del accionar del consentido protegido por el gobierno argentino que, desde su lujosa residencia en Buenos Aires, jamás dejó de atentar contra los esfuerzos de pacificación social y el retorno al estado de derecho. Desde su estadía temporal en México, incitó a sus acólitos para defender su ilegal e inconstitucional narcogobierno extendido por 13 años, 9 meses y 18 días; desplegando el vandalismo y la insurrección en La Paz, El Alto y Cochabamba; la destrucción de bienes públicos e infraestructura del Estado, la utilización de armas y el intento fallido de dinamitar la planta de YPFB en Senkata.
Dicha conducta no ha cesado, pues desde tierras argentinas, prosigue con su afán de convulsionar y desestabilizar el país, en franco desprecio por la vida y la salud de una población aquejada por el coronavirus (Covid-19); lo que se traduce en el direccionamiento de “boicots mediáticos”, de una Asamblea Legislativa mayoritaria afín a su partido, a las políticas de salubridad para afrontar la emergencia sanitaria.
Ojalá el tirano y autócrata cocalero honre su palabra --aunque es pedir demasiado-- y al menos cumpla con aquellas aseveraciones públicas formuladas en mayo de 2016, en sentido que “quien se esconde o escapa, es un delincuente confeso. No es un perseguido político”.
Al margen de ello, Bolivia debe exigir al gobierno argentino el cumplimiento del Tratado de Extradición suscrito, mediante Ley 723, de 24/08/2015, que en su artículo 3 contempla la extradición en aquellos delitos que concurran en atentado contra la vida; genocidio, crímenes o los delitos contra la humanidad y los actos de terrorismo. Éste último, de acuerdo con convenios y tratados internacionales, no tiene inmunidad ni es objeto de asilo o refugio.
Por tal razón, el Estado argentino debiera expulsar “ipso facto” a Evo Morales, que aún tendría las opciones de cambiar su dulce y voluntario destierro por Cuba y Venezuela, donde podrían resguardarlo, aunque ilegalmente.
El autor es MGR. Catedrático universitario e investigador.
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