La ciudad que cobija al monumento mariano más alto de Sudamérica consagrando la devoción de los Urus a la Candelaria, se precia legítimamente de ser semillero o tierra de santidades por contar en su suelo con la mayor cantidad de santidades nacionales, que nos permitimos recordar en sus figuras centrales:
Sor Juana Arias en tiempos de la colonia caminando con una enorme cruz llega a Arequipa, para internarse en el claustro de Santa Catalina en una celda que embellece con pinturas de flores y plantas. En largas horas de ayuno y oración, al cumplir los treinta y tres años murió el 15 de septiembre de 1691, tras recibir la comunión. Por los milagros que obrara se pidió su canonización, perdiéndose el expediente en un naufragio. En esa ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad se conservan sus reliquias santas, un retrato en la galería de notables y su celda convertida en atractivo principal del monasterio.
Algo similar ocurrió en el Cusco, con el sacerdote, músico y pintor orureño fray Francisco Salamanca, el famoso sacristán del milagroso Santuario del Señor de Huanca, que al llegar la vejez se hizo tapiar como ermitaño en una celda del convento mercedario, cubriendo las paredes y techo con bellas escenas bíblicas del juicio, infierno y la gloria. La visita a este recinto resulta imperdible en viaje a la antigua capital Inca.
De los tiempos en que todavía subsistía la primigenia Villa de San Felipe de Austria amurallada, desde la cual se expandiría la ciudad de Oruro, emerge un casi legendario indígena uru que por oficiar de portero en el monumental convento de Santo Domingo, hoy desaparecido, se lo conociera popularmente por fray Dominguito. A comienzos del siglo pasado, el sacerdote homónimo del violinista Jaime Laredo escribió un libro dando a conocer su milagrosa existencia, pero al sorprenderle la muerte sin haberlo publicado, se lo da por extraviado.
En el caso de fray Juan de Espinosa, su existencia se halla certificada por el Libro de Actas del Cabildo de la Villa, constando que luego de su deceso acaecido el 14 de abril de 1746, los escribanos de las Cajas Reales acompañados por varios testigos, pudieron verificar la incorruptibilidad de su cadáver con “olor a santidad” que transcurridas más de 24 horas conservaba suaves brazos y piernas, cual si estuviese vivo. El convento de San Francisco solicitó su santificación que no se pudo conseguir por los inicios de la Guerra de la independencia.
Caso similar al de tiempos de la colonia, se registró en la ciudad del Pagador con la fundadora de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia, la beata Teresa de Jesús que añadió a su nombre Ignacia en homenaje a la Compañía de Jesús, quien al retornar de una visita a Roma falleció en Buenos Aires el 6 de julio de 1943, depositando su cadáver en una caja metálica soldada que permaneció durante largos años en esa capital, sin ser manipulada.
Por manifestar en testamento su voluntad de ser enterrada en Oruro, veintinueve años después sus restos fueron trasladados al país, siendo recibidos por una alta comitiva de autoridades presididas por el Obispo y al destapar el embalaje metálico, grande fue su sorpresa al hallar su cadáver con señas de incorruptibilidad, trasladándolo a un sepulcro que se conserva en el beaterio de Nazarenas, cuyo edificio fuera considerado por los esposos Mesa-Gisbert “como el mejor ejemplar de arte mestizo no solo de la ciudad, sino también de la región”.
Cumplidas todas las formalidades previas, el 6 de junio del pasado año la beata Nazaria Ignacia March fue canonizada y, por tanto, al recibirse el esperado reconocimiento oficial por parte de la Santa Sede, se ha convertido en la primera Santidad en la historia eclesiástica de Bolivia, enorgulleciendo a los fieles de toda la heredad patria el poder contar con su luminoso ejemplo que refuerza la fe en la superación espiritual de los bolivianos…
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