Ernesto Bascopé Guzmán
Hay actos tan espantosos, tan bestiales, que escapan a cualquier posibilidad de análisis racional. Actos como el asesinato de una niña, hace pocos días, en El Alto, sin otro motivo que un impulso atávico, resultado quizás de generaciones de miseria moral y brutalidad cotidiana.
Imposible conocer las causas con seguridad, sin embargo. Se trata de un abismo tan profundo, de un dolor tan violento, que las palabras no son suficientes. No alcanzan para consolar y menos para comprender. Esto debería llevarnos, en un primer tiempo al menos, a ser prudentes con lo que decimos y a demostrar compasión con un silencio respetuoso. Así sea para diferenciarnos de las turbas que pululan en las redes sociales y de los políticos infames que las azuzan.
Apenas se conoció la noticia, nos encontramos de nuevo con el triste espectáculo de la parte más vil de nuestra clase política. Sin sonrojarse, muchos se apresuraron a hablar con los medios, para prometer penas más severas e incluso alguna forma de mutilación o castigo corporal, como los que prevalecen en ciertas culturas primitivas.
Evidentemente, no intentan proponer soluciones reales y factibles. Se trata más bien de un patético esfuerzo para aprovecharse de la indignación ciudadana y ganar algo de notoriedad con bajo costo. Lo triste, sin embargo, es que estos improbables salvadores no hacen más que repetir un ritual inútil y grosero en su superficialidad.
En efecto, resulta fácil constatar que no es la primera vez que nuestra sociedad enfrenta una tragedia de este tipo. Y en cada ocasión, encontramos a los mismos políticos realizando las mismas declaraciones altisonantes y similares promesas de severidad con los criminales.
Luego, cuando surge algún otro tema en la agenda mediática, el caso se olvida, la indignación desaparece y los políticos acomodan su discurso a las nuevas circunstancias. El ciclo se repite infinitas veces, oscilando entre la indignación estéril de las catervas en las redes sociales y las falsas promesas de autoridades hipócritas.
No es más que un espectáculo. El espectáculo del populismo penal, es decir la manipulación de la indignación ciudadana para ganar votos y simpatía popular. No es un fenómeno nuevo ni exclusivo de Bolivia. Sucede en otras latitudes y tiende a ser muy efectivo, pero sólo para ganar elecciones.
¿Será posible liberarnos de este ciclo de engaños y falsas promesas? Sí, a condición de comprender que no existen soluciones milagrosas para el problema de estos crímenes infames.
En primer lugar, debería ser evidente que no basta con aplicar castigos más severos. Imponer más años de cárcel es inútil si al mismo tiempo no se reforma el sistema judicial o se mejora las condiciones de trabajo de la Policía. De igual manera, no será posible prevenir estos actos de salvajismo si no hay mecanismos de protección efectivos para los niños más vulnerables. Naturalmente, corresponde preguntarse cómo generamos dicho sistema de protección.
Finalmente, tal vez debamos entablar un diálogo ciudadano sobre los aspectos de nuestra cultura que favorecen la aparición de esas bestias criminales. Entre ellas, quizás correspondería citar la prevalencia del alcohol, o tal vez sea necesario dejar de justificar y tolerar el comportamiento violento de unos pocos inadaptados, bajo la fácil excusa de que la sociedad o la historia son responsables por su brutalidad.
Estas reflexiones tomarán tiempo y aplicar sus resultados no será sencillo. Mientras esto suceda, deberíamos, así sea por respeto a las víctimas, aprender a no caer en las trampas del populismo penal.
El autor es politólogo.
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