Cuándo pensaremos en la administración pública
Toda sociedad medianamente compleja necesita un aparato burocrático, es decir alguna forma de administración pública. En el papel, algunos ilusos sueñan con sociedades sin Estado pero, por el momento, no es algo que parezca muy realista o deseable, al menos en un futuro previsible.
Dejemos entonces de lado esas utopías ingenuas para concentrarnos en un debate que parece más útil y urgente: ¿qué tipo de administración pública queremos para Bolivia? Una primera respuesta tendría que ver con ciertos grandes principios, bastante extendidos entre las naciones más avanzadas, como la eficiencia, la eficacia y la transparencia.
En pocas palabras, una administración pública razonablemente bien dirigida debería aspirar a reducir sus gastos al mínimo y ser lo más pequeña posible, tener objetivos claros y una definición concreta de resultados exitosos y, finalmente, permitir a todo ciudadano el acceso al máximo posible de información.
Añadamos el principio de igualdad ante la ley, que se explica solo, y un principio de adaptabilidad o de mejora continua, es decir la búsqueda permanente de mejoras en la calidad del servicio que se ofrece a los ciudadanos.
Por supuesto, no basta con quedarse en el mundo de las ideas. La administración del Estado es el universo de lo concreto, así que conviene preguntarse cómo poner en práctica estos principios. La respuesta pasa, en buena medida, por las personas que trabajan en la administración, es decir los funcionarios públicos. Al respecto, es vital recordar que no basta con contratar a las personas más idóneas e íntegras, también hace falta que la honestidad sea recompensada.
En la administración boliviana, lamentablemente, se premia por lo general la lealtad antes que la eficiencia o los méritos profesionales. Y la lealtad, ya sea al partido de turno o al pequeño superior jerárquico, implica callar ante actos de corrupción y tolerar la ineptitud del jefe, del ministro o del caudillo. Al mismo tiempo, un empleado honesto y profesional no solo carecerá de reconocimiento, sino que será siempre sospechoso de traición en este mundo de valores trastocados.
No es difícil comprender que, al cabo del tiempo, los peores funcionarios terminarán en los puestos de dirección, en tanto que se relegará a los más honestos y capaces. El resultado es que terminamos con una administración muy lejos del ideal al que aspiramos.
Resolver este problema implicaría generar incentivos que favorezcan a los funcionarios más honestos y meritorios. Entre los incentivos más usuales está la estabilidad laboral, por ejemplo. Esto significa que no se puede despedir a un servidor público de manera arbitraria y que la permanencia en un cargo no depende de un cacique o a un partido. De esta manera, el funcionario no tiene necesidad de demostrar militancia y tiene cierto poder para frenar las decisiones políticas inmorales o ineptas.
No existen soluciones definitivas o milagrosas, y la idea anterior es apenas un esbozo, pero son cuestiones básicas que se debería discutir en nuestra sociedad, si de verdad queremos alcanzar una administración pública que sirva a la población, en lugar de convertirse en un freno para el desarrollo.
Existe un obstáculo mayor, sin embargo. Uno que limita bastante cualquier posibilidad de optimismo en cuanto a una mejora en la gestión del Estado: los políticos ven en la administración pública una fuente de poder y de recursos, por lo que no tienen ningún interés en reformarla. En consecuencia, nada cambia y si sucede, es para peor.
Ojalá los simpatizantes de los partidos democráticos plantearan estas inquietudes a los candidatos antes de emitir su voto en las próximas elecciones. ¿No sería bueno que los electores condicionen su apoyo a la promesa de implementar verdaderas reformas en la administración del Estado? Hay amplio espacio para el debate.
El autor es politólogo.
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