La corrupción concentrada en organismos del Estado tiene características particulares que es necesario tomar en cuenta y aclarar sus procedimientos, con el fin de enfrentarla y derrotarla. En varios países del planeta ya se ha conseguido importantes logros y en Bolivia se ha dado pasos largos para eliminarla, pues se ha descubierto dónde estaba el mal y se va obteniendo algunos resultados.
En tiempos pasados la corrupción en las dependencias del Estado se limitaba a medrar, y si se descubría algún acto anormal, se trataba de actos de mínima cuantía. El problema estaba controlado por la honradez personal de los empleados y vigilado por la moral púbica y el mecanismo interno en dependencias oficiales. Los casos denunciados --excepcionales, por lo demás-- eran sancionados debidamente.
Pero en los últimos catorce años de nepotismo, los casos de corrupción ya no fueron excepciones aisladas ni hechos raros, sino que proliferaron y se extendieron masivamente, como pandemia de un poderoso virus que no respetaba ninguna frontera física ni moral y en esa forma, invadió casi todos los niveles del Estado, desde los más bajos hasta los más altos. Además, empezaba a contaminar a organismos privados. ¿Qué había pasado?
La corrupción resultó en el pan nuestro de cada día y apareció como un sistema institucionalizado y donde se ponía el dedo saltaba el pus. Fueron revelados ejemplos tanto de empleados de mínima cuantía como de ministros de Estado y ya no de pequeña cantidad, sino de millones de bolivianos y aun dólares. Es más, los mismos medios oficiales, que amenazaban predicando que “serán sancionados caiga quien caiga”, se hacían de la vista gorda y así dejaban hacer y pasar con el mejor estilo liberal. Finalmente, los elementos fueron denunciados y comprobados. Es más, cuando ciertos casos eran inocultables, se buscaba la manera de atenuarlos o hacerlos desaparecer y si llegaban a la Justicia, se comprobaba que ésta estaba bajo el control de los caudillos de turno.
Entonces ocurrió lo escandaloso. Los acusados eran considerados como inocentes y hasta premiados con embajadas, direcciones de oficinas públicas y si llegaba la oportunidad de ser oídos en el Legislativo Plurinacional, eran calificados como inocentes y hasta premiados con vítores y aplausos, homenajes de que fueron testigos periodistas y espectadores. Los corruptos salían del hemiciclo en hombros de sus cómplices. La censura moral de una parte de la prensa despareció por presiones cómplices.
Tan grave situación tenía un otro agravante. La independencia de la Justicia había sido eliminada y era parte del absolutismo del Órgano Ejecutivo y prevaricaban jueces, magistrados a los que luego se los designaba embajadores.
Así había dejado de existir la moral. No existían el bien ni el mal. Se había retrocedido a las épocas del libre albedrío con base en la consigna “le meto nomás; ya mis abogados arreglarán; para eso se les paga”, principio que fue ejemplo a imitar por parte de los funcionarios, salvo excepciones. La corrupción era un sistema institucionalizado de arriba abajo y viceversa.
Pero no hay mal que dure cien años, ni veinte. La insurrección popular de noviembre del año pasado, que expulsó a Evo Morales y al MAS, puso fin a ese sistema. Ahora ya no existe, excepto en algunos reductos identificados, donde todavía la corruptela sigue operando y tratando de contagiar el mal al nuevo Estado, como se confirmó con el caso de los aparatos de respiración.
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