Ernesto Bascopé Guzmán
Hace pocos días, uno de los lugartenientes del masismo, esa persistente patología política, se atrevió a declarar que “cualquier derramamiento de sangre” en eventuales protestas callejeras sería responsabilidad del Tribunal Supremo Electoral. El dirigente en cuestión, Leonardo Loza, aparentemente contrario a la postergación de las elecciones, advertía así al país que el partido del fraude no tiene inconveniente alguno en matar a sus adversarios o en mandar a la muerte a sus seguidores.
A pesar de la miseria moral de estas declaraciones y de la ideología que las justifica, corresponde analizarlas e intentar comprender lo que significan para el futuro nacional.
Sería normal desestimarlas por su carácter patológico y violento. No obstante, considerando que el partido del fraude todavía puede hacer daño, estudiar su contenido puede ayudarnos a prevenir el retorno de dicho grupo político o la ascensión de alguna otra organización de izquierda con similares características.
Comencemos con la idea, bastante siniestra, de que la política consiste en apilar cadáveres. Esta forma de ver la búsqueda del poder es bastante corriente en las ideologías autoritarias y ha sido abandonada en todas las naciones democráticas. En Bolivia, sin embargo, dicha noción pervive aún y se transmite, como ciertas enfermedades, de generación en generación de políticos. Sus principales defensores fueron, y son todavía, los resabios de la vieja izquierda nacional.
En efecto, en este grupo está muy arraigada la idea de que los cambios sociales sólo se los puede lograr a través de la violencia (que se atreven a llamar “justa”, con bastante cinismo). En ese sentido, han desarrollado toda una mitología de la muerte heroica y un conjunto de argumentos que disculpan el asesinato, la destrucción de bienes públicos y los ataques físicos al adversario. Todo en nombre de un supuesto paraíso futuro.
Naturalmente, los caciques, actuales y pasados, nunca han estado obligados a semejante sacrificio, usualmente reservado para los militantes de bajo nivel, los más jóvenes o los más ingenuos.
El señor Loza no hace entonces otra cosa que utilizar estos mitos y esta ideología enferma para justificar el uso de la violencia contra su propia sociedad. Ahí, sería interesante preguntar a los últimos supervivientes de la vieja izquierda boliviana, hoy en su crepúsculo definitivo, si lucharon tanto para que sus herederos intelectuales terminen siendo personas con tan pocas luces y valor.
El masismo ha decidido matar bolivianos, eso parece indiscutible. Frente a esto, toca evaluar si dicha estrategia, amoral e infame, tiene alguna chance de éxito. La respuesta es un rotundo no, por supuesto.
Un grupo político que sólo puede ofrecer violencia no tiene porvenir. A lo sumo pueden aspirar a atemorizar a los más pusilánimes, pero no pueden conseguir la adhesión de nuevos sectores del electorado y menos inspirar esperanza entre los ciudadanos.
En el mediano plazo, sólo alcanzarán a conservar su presencia en alguna zonas donde campea el crimen, fuera del control estatal, como en el Chapare y entre ciertos grupos de intelectuales, que describiremos como mercenarios agradecidos. También hay que mencionar a ciertos electores un poco timoratos, que ceden ante el chantaje de la violencia. Éstos, impresionados por las amenazas de gente como Loza, posiblemente votarán por el partido del fraude sólo por miedo a tener a dicha agrupación política en la oposición.
El fracaso de este grupo al límite de la criminalidad parece inevitable. Pero esto no significa que debamos ignorarlos, evidentemente. Las muertes que provocarán son inaceptables, tanto como el daño que están planeando causar a la infraestructura esencial del país. Al contrario, es vital denunciar su ideología y desenmascarar a aquellos que los siguen justificando, en nombre de un falso equilibrio y neutralidad.
En última instancia, la relevancia del partido del fraude depende en gran medida de su capacidad para infundir miedo. Está en nuestras manos quitarles ese poder y mostrarles el camino hacia el proverbial basurero de la historia, de donde nunca debieron haber salido.
El autor es politólogo.
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