Ernesto Bascopé Guzmán
Estudiar el comportamiento de los actores políticos en Bolivia es siempre una fuente de sorpresas y revelaciones. Si trazáramos paralelos con otras disciplinas, como la zoología por ejemplo, sería posible afirmar que nuestro país posee un bestiario de características extraordinarias.
Así, un explorador con suficiente motivación y curiosidad descubriría que algunas entidades que se hacen pasar por partidos políticos son en realidad organizaciones criminales, muy adeptas a las peores prácticas mafiosas. Tal es el caso del denominado Movimiento al Socialismo, también conocido como partido del fraude.
Algún ingenuo pensará que esta última afirmación es excesiva. Incluso podría criticarla afirmando que un porcentaje apreciable de la población sigue votando por dicha opción política. ¿No será una señal de que se trata de un partido común y corriente?
Acá sería necesario señalar, a modo de respuesta y argumento, que el partido del fraude aplica ciertas prácticas muy propias de la mafia italiana o de algunos cárteles de la droga.
Recordemos simplemente los últimos actos vandálicos de esta organización y las amenazas de violencia de las semanas precedentes. Para este partido y sus satélites, como la Central Obrera Boliviana, se trata en primer lugar de intimidar a los adversarios políticos, y al propio Estado, a fin de alcanzar sus objetivos. El mensaje que quieren transmitir es bastante claro. Nos están diciendo que si no se obedece a sus caprichos, golpearán al país con todo el odio y resentimiento posibles.
Sin embargo, no es el único mensaje que quieren transmitir. Al igual que las organizaciones delincuenciales que les sirven de inspiración, el MAS está en el negocio de vender protección… contra su propia violencia.
En efecto, cuando el partido del fraude envía a sus turbas alcoholizadas a incendiar infraestructura pública o a bloquear el paso de oxígeno en las carreteras, le está diciendo a una parte del electorado, la más débil y sumisa, que sólo ellos son capaces de controlar la violencia. De ahí que algunos ciudadanos especialmente frágiles acepten este chantaje y terminen entregando su voto a la peor opción, por miedo a tener al MAS en la oposición.
Este miedo, al límite de la cobardía, explica también la prudencia con la que ciertos ciudadanos se refieren al partido del fraude. Temen tanto irritar a sus verdugos que son incapaces de emitir la menor crítica, incluso frente a los actos más evidentes de barbarie. Así, cuando alguien señala la violencia primitiva de la dirigencia masista y sus satélites, no faltan aquellos que piden “respeto” y hasta “consideración” por los vándalos. En realidad, están amordazados por el temor.
No hace falta consultar a un experto en criminología para concluir que ceder ante los delincuentes es un error. Basta el sentido común.
Y es precisamente el sentido común el que nos sugiere que no debemos ceder ante el miedo. Si el partido del fraude y sus organizaciones dependientes logran hoy asustar a la población, mañana no habrá ningún límite para sus abusos y exacciones.
La amabilidad y la consideración nunca han servido para aplacar a los delincuentes. Todo lo contrario. Aceptar el chantaje de la violencia o, peor aún, callar ante la barbarie, llevarán al país hacia el despeñadero.
En lo ideal, el objetivo de nuestra comunidad debería consistir en desmantelar al partido del fraude y todo el aparato ideológico, mediático y académico que sostiene su existencia. En lo inmediato, sin embargo, la mejor protección contra los autoritarios consiste en nunca tolerar, y menos justificar, la violencia de organizaciones que fingen ser partidos políticos. El futuro del país depende de ello.
El autor es politólogo.
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