Marcos Serrate Suárez
Mientras la pandemia y sus efectos socioeconómicos nos castigan, el Movimiento al Socialismo (MAS) los agudiza sin cesar, insistiendo en que los comicios se realicen lo antes posible y bajo “condiciones”. Si no es coherente que un partido político asuma estas actitudes cerca a los comicios por el evidente riesgo de perder votos, ¿qué hay detrás?
Debemos buscar la respuesta antes de octubre de 2019, cuando Bolivia toda desveló un grosero mega fraude electoral orquestado por dicha agrupación política, momento en que algunos reflexionaron sobre qué tan antiguo o qué tan grande es, cuánto y cómo afectó a la democracia y, lo peor, si aún sigue activo.
Rememorando, hallaremos que ya instalada la dictadura Morales, desde la primera elección, varios periodistas investigativos, analistas y otros generadores de opinión advirtieron sobre el chanchullo electoral, que abarca un abultado número, multiplicidad, extremada longevidad e incluso la capacidad de resurrección de los votantes, factores que le dieron su segundo triunfo mayoritario.
Muchos dubitaron respecto de la veracidad de los sospechosos resultados que arrojaban los cómputos eleccionarios generales. Otros llamaron la atención respecto al intrigante 3% que el evismo había obtenido sin que éste experimentara una consecuente merma apreciable debida a los continuos escándalos, mega corrupción, ineficiencia gubernamental, y otras irregularidades que conforman ya su prontuario. Facetas que parecían no tener impacto alguno en el día de elecciones, pese a que la percepción ciudadana mostrara exactamente lo contrario.
Tampoco la preocupación de algunos quitó el sueño a la dictadura cuando se evidenció imperdonables defectos administrativos, como la carnetización clonada (el número serial seguido por guion e infinitas desinencias alfabéticas y numéricas), el incremento de homólogos, ciudadanos registrados provisoriamente y otras lindezas, que si bien presentes ya en la desaparecida Dirección Nacional de Identificación (DIN) no sólo persistían sino que se multiplicaron pese a la implantación y puesta en marcha del sustitutivo Servicio General de Identificación Personal (SEGIP).
No existió repercusión alguna en la administración respecto a las denuncias sobre la diferencia del número de votantes y el de electores que el censo arrojó, motivando el retardo de meses en el informe final que intentó cuadrarlo, a la par que se apresuraba la inserción de los compatriotas emigrados al extranjero, que, una vez integrados al padrón nacional, resultaron votantes mayoritarios del partido que no hacía nada para que las condiciones económicas permitiesen su retorno.
Dicha contradicción ameritó que algunos sociólogos mercenarios ensayaran disparatadas teorías que intentaban, forzosa e infructuosamente, explicar cómo las grandes mayorías preferían, contra viento y praxis, al masismo que a cualquier otra opción.
Lo curioso era que la gente ya estaba harta de la improvisación, la soberbia y el despilfarro y que esto no se reflejara en los resultados de la votación.
Varios objetaron que esto se debía no al carisma del líder sino a la misteriosa alquimia resultante de la falta de transparencia del gobierno de turno y la invalorable ayuda que los homólogos del caudillo le habían dado gentilmente, repitiendo, por extraña coincidencia, los logros electorales que ellos experimentaban en sus países.
Pese a los reclamos sobre los resultados del referéndum del 2016 (exiguos frente a la inconformidad de una creciente y numerosa oposición), el inconstitucional candidato contendió por cuarta vez, merced al descubrimiento sui generis del Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) respecto a que el sacrosanto “derecho humano” del “jefazo” era más valedero que el mismo texto constitucional.
Ya en las pasadas elecciones, éste se dio el grotesco lujo de revivir viejas prácticas reñidas con la ética democrática: el voto carretilla, la imposición comunitaria y la corroboración, por foto, vía celular del sufragio emitido al oficialismo, entre otras.
Inseguros de estas artimañas, el oficialismo procedió a otras ventajas, de las que el entonces TSE hizo de la vista gorda (casi como el actual hace), lo que desembocó en el réprobo y desesperado fraude, que mostró cuán frágiles son los controles automáticos que el sistema electoral tiene y lo desconfiable que los sistemas informáticos son, incapaces de detectar alteraciones, inversiones numéricas, ilegalidades o introducciones irregulares de datos, pese a los conteos en boca de urna, el control ciudadano y la supuesta seguridad que el Sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP) ofrecían entonces (y que hoy el TSE reemplaza con otro, que jura será mejor, con el mismo aplomo que el anterior gobierno nos engolosinaba con sus ofertas).
Resulta incomprensible que pese a la abundancia de pruebas físicas, fílmicas, informes, y aun la declaración tajante de un organismo internacional respecto a la escasa confiabilidad que la hermenéutica electoral boliviana ofrece, hecho que bastaría para condenar penalmente a quienes la torcieron, así como a sus ejecutores y socapadores e inhabilitar a sus beneficiarios, no se le haya “ocurrido” al flamante TSE, conformado a la sazón por notables, tomar acción alguna contra estos afrentosos y dañosos actos anti electorales y antidemocráticos.
Causa inmensa suspicacia su aletargada y desganada actuación para constituirse en parte acusadora de estos hechos y los yerros incurridos en la facción de la querella correspondiente.
Encima disgusta que, como insulto final, en los tres calendarios electorales diseñados por el citado tribunal, brille por su ausencia la sana señalización de una mínima auditoría que asegure no sólo que el padrón electoral es limpio y confiable sino que ha sido compulsado con las bases de datos debidamente higienizadas de las del Servicio de Registro Cívico (SERECÍ) y las del SEGIP, que lo alimentan, y que, ciertamente, como todos hemos corroborado ya, están altamente contaminadas; ni que se haya procedido a revisar, técnicamente, si en el sistema informático de cómputo no siga oculto un doloso algoritmo de nivelación que redistribuya los votos y dé ventajas al MAS. Lo que asegura, precisamente, la inviabilidad de que gocemos de un proceso electoral limpio y confiable.
Para evitar la impugnación de los resultados o del mismo proceso, ya sea por fuerzas políticas y ciudadanía en general e impedir que se produzcan los hechos que experimentamos hace casi un año, es imprescindible que el TSE no siga asumiendo facultades que no tiene (como objetar la Ley Electoral, favorecer las pretensiones del partido denunciado, haciendo de mensajero a otro poder, también objetable), empiece a ejercitar las que sí posee (respetar la ley en todos sus extremos), y proceda a instruir la mentada Auditoría Técnica Electoral, sin alterar los eventos ya programados.
Ello devolverá a este alto tribunal la confianza, la transparencia y la certificación técnica de la que hoy no goza, dándonos a ciudadanos y a siglas políticas la tranquilidad de que sólo participarán personas reales, que esta vez nuestros votos sí serán contabilizados en el caudal correcto y resultado oficial, diluyendo, para siempre, la amenaza actual cierta y damóclica de esa alimaña repulsiva que sigue provocando problemas al país: el indeseable fraude electoral.
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