Ernesto Bascopé Guzmán
Después del robo descarado y la corrupción generalizada, después del fraude electoral y la violencia criminal de sus turbas alcoholizadas, después de una década y media de mentiras, parecía que el partido del fraude había alcanzado los límites de la degradación moral.
En efecto, luego de revisar la historia del gobierno precedente, cualquier persona normalmente constituida llegaría a la conclusión de que los militantes del MAS no podían superar sus excesos ni sorprendernos con nuevos crímenes o actos delincuenciales. Y sin embargo, sería un error creerlo…
Para espanto de muchos, la prensa ha develado en los últimos días que el expresidente Morales, hoy escondido en Argentina, habría cometido una serie de delitos absolutamente incalificables.
Aún es pronto para comprender a cabalidad este nuevo abismo de infamia. No obstante, los indicios y pistas parecen sugerir --y el horror me invade al escribir estas líneas-- que el señor Morales abusó durante años de una cantidad todavía no determinada de niñas y adolescentes. Abusos que no sólo quedaron impunes sino que fueron celebrados por sus subalternos y cortesanos.
Sería demasiado fácil explicar este comportamiento criminal como resultado de la mente tosca y elemental del señor Morales. Es cierto que ha demostrado en innumerables ocasiones poseer el carácter pedestre y brutal de un Melgarejo, pero eso no basta para comprender la magnitud de los crímenes que se le atribuyen.
Corresponde decirlo explícitamente: cometer tantos crímenes sólo es posible con la complicidad y silencio de decenas de personas. No hablamos entonces de un individuo enfermo sino de todo un sistema que facilitó y encubrió los impulsos patológicos de su principal dirigente. Un sistema que habría funcionado, hay que considerarlo, con recursos del Estado y la participación de funcionarios públicos de alto rango.
Si esto es cierto, quizás cabría concluir que los crímenes del señor Morales son en realidad el síntoma de una enfermedad mucho más seria y no el problema fundamental. Esto no significa que debamos ignorar o perdonar ningún delito, por supuesto. Al contrario, es vital castigar severamente a los culpables y buscar una compensación para las víctimas, pero resulta más urgente impedir que algo similar vuelva a producirse en el futuro.
En otras palabras, debemos desarrollar un Estado y un sistema político que no puedan caer nuevamente bajo el control de gobernantes tan autoritarios como el que Bolivia toleró en el pasado reciente.
Reconozcamos que nuestras instituciones tienen una seria falla en su diseño: bajo ciertas circunstancias, favorecen la concentración de poder en aquella persona que ocupe la presidencia. No existe ningún contrapeso real a dicho poder, ya sea un legislativo con cierta independencia o una administración pública que no esté sometida a la voluntad presidencial. El resultado inevitable de esta ausencia de frenos es que los gobernantes terminan por confundir sus personas con el propio Estado, perdiendo así todo sentido moral.
Y en cuanto a la cultura política nacional, es innegable que muchos militantes y demasiados votantes sostienen relaciones de sumisión y adoración enfermiza con sus líderes políticos. Esto llegó a extremos absurdos con el masismo (pensemos en las canciones y libros dedicados al caudillo prófugo), pero no es exclusivo de esa organización. No sorprende entonces que tantos caudillos y hombres providenciales ilustren nuestros libros de historia.
Si buscamos soluciones, convendría pensar, ante todo, en cambios constitucionales que reduzcan el poder de la presidencia. En el mismo sentido, debemos modificar las relaciones de poder en el interior de los partidos políticos, a fin de democratizarlos.
Esto será indudablemente muy arduo y tomará bastante tiempo. Pero el costo de la inacción, como siempre, es demasiado elevado. No podemos seguir tolerando un sistema que premia y favorece a políticos tan carentes de principios, tan perversos e inmorales, como el caudillo prófugo. Los niños de este país no merecen caer en las garras de estos monstruos. Nunca más.
Ernesto Bascopé Guzmán es politólogo.
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