Algo más que palabras
“El desprendimiento apenas tiene hueco en esta sociedad mercantilista”.
No todo vale para este tiempo de alianzas, se requieren acuerdos desinteresados que tengan como misión responsable, la de preocuparse y ocuparse de toda vida humana, provenga de donde provenga y habite en el lugar que habite. Temo, por tanto, a esas coaliciones de mundos poderosos que no suelen entender nada más que de pedestales. También recelo de esos lazos entre políticos, de gentes que dicen servir a la ciudadanía y no pasan de hacer política para sí y sus seguidores. El bien común no suele estar en sus agendas. Asimismo, me asustan esas reuniones propiciadas por ricos únicamente para ellos, aunque se les llene la boca de fáciles palabras inclusivas. La exclusión llega al mundo, precisamente, en parte por esa unión de intereses mundanos, que no ve más allá de un sistema productivo injusto. Aquí todo se termina haciendo por dinero. El desprendimiento apenas tiene hueco en esta sociedad mercantilista, donde todo se compra y se vende. Por desgracia, lo que hace una sociedad fuerte, no es la moral que cultiven sus gentes, sino las finanzas que se posean. Dicho lo cual, deberíamos activar otros valores más del espíritu que del cuerpo. Desposeernos de ese lenguaje adinerado que entienden todas las naciones y conciben los vivientes, sería uno de los grandes avances, que contribuirían a que el mundo se fraternizase en auténtica avenencia de sentimientos.
Ojalá dejasen de abrirse las puertas por dinero, seguramente entonces tendríamos más asegurada la alianza con nuestro análogo. El movimiento social del “tanto tienes, tanto vales” está más vivo que nunca. Es una desgracia más, de difícil modificación de actitudes; ya que el otro movimiento, el educativo, está siempre en conflicto, cuando debiera transmitir distintos itinerarios, más pedagógicos con la realidad, de una ética permanente en su lenguaje, para que puedan ayudar eficazmente a crecer en espíritu solidario, sentido de responsabilidad y cuidados que nos hermanen. La inclusión no es un invento político, sino una parte vivencial e innata de lo que soy por sí mismo, parte del ajeno que me acompaña. Hoy en día es necesario acelerar este movimiento comprensivo, reeducándonos todos bajo ese hálito, al menos para frenar esta cultura del abandono, originada por una atmosfera que todo lo separa y divide, obviando que somos precisos unos para con otros. Sin duda, necesitamos hacer familia, sentirnos parte de esa humanidad, para eso precisamos bajarnos de los púlpitos y dejar de endiosarnos con nuestras miserias mundanas. Realmente, creo que el futuro de la sociedad radica en el avance interior de cada ser hacia los demás, en la medida en que les reconozca como parte de mí y respete su libertad.
Como quiera que todos tenemos el derecho a un porvenir armónico, y dado que muchos países han anunciado su plan de reabrir las escuelas, si que convendría estar a la altura de las circunstancias, refrendando la relación entre la familia y la comunidad educativa. Desde luego, no hay mejor alianza que la disposición permanente, tanto en la escucha como en la comunicación, pues el contexto atravesado por múltiples crisis, nos exige una cooperación entre todos los moradores que suscite paz, justicia y acogida entre todos los pueblos de la faz de la tierra, como también de diálogo sincero entre culturas diversas. Seguramente, tengamos que entender de otro modo la economía, la política, el crecimiento y hasta los avances. Lo importante es poner en el centro del valor, el ser humano, sin exclusión alguna. Instamos a estar todos en esa búsqueda de soluciones, sin miedo a cultivar juntos el sueño de un nuevo humanismo solidario y con la esperanza, de conseguir los frutos de ese compromiso personal y comunitario, a poco que nos entendamos entre sí, como personas maduras, capaces de superar las fragmentaciones. Sea como fuere, no podemos continuar en esa decadencia de principios y valores. Estamos aquí para mejorarnos, por ejemplo: la escuela no sustituye a los padres, sino que los complementa. De igual modo, las religiones tampoco suplantan a nadie, pero sí que deben guiar a ese reencuentro de confianza consigo mismo y junto al semejante.
En consecuencia, si para educar a un niño, como dice el sabio proverbio africano, se requiere de una aldea, para fomentar el espíritu de las alianzas también se demanda de una energía que ponga a cada cual en su sitio, pero sin descartar a nadie. ¿Se imagina una alianza entre jóvenes y ancianos, de manera que la sabiduría de los segundos ayude a los primeros a enfrentarse a un porvenir que genera ansiedad e inseguridad? ¿Se figura una alianza de amor auténtico, trabajada cada día traspasando todo tipo de obstáculos, para hacer frente a esos amoríos pasajeros que no entienden de eternidad ni nada les enternece? El abecedario de la confusión y la falsedad se ha apoderado de nuestro propio pulso. Ahora bien, si con la lección de la pandemia hemos descubierto que todos somos frágiles, iguales y valiosos; con tiempo para interrogarnos, también descubriremos que sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro y que, con la semilla de la verdad, crecerán también las otras bondades y virtudes.
Por consiguiente, si cambiamos de comportamiento, mostrándonos más servidores que jefes de nadie, y conseguimos asegurar de que existan los recursos, las políticas y las infraestructuras necesarias para proteger la salud de todos, la docencia en todos y la decencia de dignificar al semejante, seguro que seremos capaces de propiciar una alianza para combatir las muchas penurias y desigualdades que algunos hermanos nuestros sufren en propia carne. Tal vez un primer signo de amor podría ser que los templos religiosos dejasen de ser museos y se convirtieran en hogares permanentes, con sus puertas siempre abiertas, para recibir vidas humanas. Al fin y al cabo, el secreto de una buena vida no es otra cosa que un pacto honrado entre caminantes y caminos. No olvidemos que allá donde hay reuniones, en conciliación natural, siempre mana y emana la victoria de lo sublime.
Víctor Corcoba Herrero es escritor.
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