No es ningún secreto que, en Bolivia, las protestas de sindicatos y organizaciones similares suelen traducirse en bulliciosas coreografías, a veces impresionantes pero muy poco efectivas para transformar la realidad. En la mayoría de los casos, las manifestaciones, bloqueos y marchas no son otra cosa que complejos rituales, que las autoridades asumen como una contingencia inevitable y fácil de ignorar.
La población, por su parte, tolera dichas protestas como un mal necesario y, en muchos casos, se adapta a las mismas con estoica indiferencia, como si fuera una lluvia inoportuna. En el área metropolitana de La Paz y El Alto, la mayoría de las manifestaciones pasa relativamente desapercibida, sin otro efecto que embotellamientos y estrés suplementario para los castigados usuarios del transporte público.
Por supuesto, criticar esta curiosa tradición nacional no implica limitar el derecho a la protesta. Al contrario, si queremos que este derecho se ejerza a plenitud, corresponde más bien interrogarse sobre un problema evidente: la eficacia prácticamente nula de estos métodos y su impacto negativo en la sociedad.
No es difícil constatar que el ejercicio entusiasta del derecho a la protesta no ha mejorado la calidad de los servicios públicos ni la eficiencia general del Estado. La salud y la educación, sólo por citar dos sectores olvidados, están en una profunda crisis, a pesar de la constante presión ejercida por diversos grupos sindicales.
Por otra parte, a la hora de evaluar este tipo de acciones, es indispensable considerar su impacto en la economía nacional. Aquí, habría que pensar en las horas de trabajo perdidas por causa de bloqueos y marchas, así como en la parálisis del transporte y la producción, extremadamente costosa para la sociedad.
Claramente, las protestas tradicionales no sólo son estériles sino que afectan de manera muy negativa al país. Así, cuando una organización sindical, como la COB masista, bloquea una carretera o paraliza una ciudad, es muy probable que logre, cuando mucho, algunos beneficios marginales o simbólicos. En cambio, es seguro que el costo soportado por empresas, trabajadores y comerciantes será muchas veces superior a esos míseros y restringidos beneficios. La sociedad en su conjunto sale perdiendo.
Luego, aceptemos también que muchas protestas sindicales no responden a demandas legítimas ni buscan soluciones a problemas concretos. En lugar de ello, tienen que ver con intereses políticos no muy nobles o con la búsqueda de notoriedad por parte de ciertos dirigentes, tan longevos como corruptos. Los bloqueos criminales de agosto, dirigidos por el partido del fraude y ejecutados por organizaciones vasallas, son un ejemplo bastante elocuente.
Finalmente, está el perverso mito de la “violencia revolucionaria”, propia de grupos supuestamente oprimidos.
De acuerdo con esta creencia, los sindicatos y ciertas organizaciones sociales tendrían derecho a cometer cualquier exceso, si sirve para doblegar al Estado o para alcanzar sus objetivos. Esto ha justificado, en la realidad, poner en práctica acciones tan monstruosas como bloquear el paso de alimentos e insumos médicos. En este caso, matar a los propios compatriotas se convierte en una eventualidad plenamente aceptada e incluso en un fin legítimo.
Por todas estas razones, las manifestaciones y los bloqueos, tal y como son practicados en la actualidad, se han convertido en un serio lastre para el desarrollo del país y, más aun, en un obstáculo para la construcción de un sistema político inclusivo y democrático.
¿Cómo debemos responder a esta amenaza? Un primer paso consiste en facilitar la relación entre ciudadanía y Estado. Las entidades públicas deben responder a las demandas de la sociedad con prontitud y de manera eficiente. Esto reducirá el rol de sindicatos y organizaciones similares, convertidos hoy en mediadores exclusivos, e interesados, del descontento ciudadano.
En el mismo sentido, debemos dejar de tolerar el daño causado por estas formas de protesta y proscribir el mito de que unos cuantos tienen derecho a ejercer violencia contra sus conciudadanos. Estas actividades, al límite de la criminalidad, no pueden quedar en la impunidad.
Esperemos que, con el tiempo y la intransigente voluntad ciudadana, terminemos por mandar al olvido estas prácticas tan perniciosas. Así, llegará el día en que nadie en su sano juicio considere normal matar a sus compatriotas con un bloqueo de caminos.
Ernesto Bascopé Guzmán es politólogo.
Usurpado el 7 de octubre de 1970, por defender EL DIARIO |
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