Toda elección popular convoca a debatir entre los candidatos y con mayor razón a los pretendientes a la presidencia del Estado. El debate entre los aspirantes con mejores posibilidades de elección es un deber irrenunciable ante la ciudadanía y una responsabilidad propia de los candidatos. El debate implica una confrontación de ideas y esclarecimiento de las propuestas que sustentan los programas de gobierno y cómo se llevarán a cabo, superando la sola promesa. Revela la verdadera personalidad de los contendientes que la propaganda magnifica. Sin embargo, la habilidad expositiva y una hábil retórica puede aún jugar con el sortilegio del encantamiento, pero la perspicacia del oponente puede desmontar una imagen artificialmente construida.
Pone en evidencia la mayor o menor intelectualidad del candidato como ingrediente valorativo importante que lejos de ser solamente decorativa es un factor a sumar a favor o en demerito del aspirante. En nuestro medio se hace necesario reponer la cualidad intelectual de los gobernantes, desterrada al ostracismo antes y en los últimos catorce años.
Por otra parte, la actuación en el panel permite medir la capacidad de respuesta y aplomo del futuro gobernante frente a los avatares y dificultades que emerjan de lo político y social, en torno a los cuales el país es prolífico. A tan decisivo debate no es ajena la ocurrencia oportuna y picante del postulante para matizar el escenario, sumando aplausos e, inclusive, decisiones de voto.
Rehuir el debate implica falta de valor y de entereza política, flaqueza, en suma, en una situación de enorme expectativa de miles de televidentes y ante comunicadores atentos a los aciertos o deslices. El debate no excluye develar falencias de capacidad e inseguridades sobre lo que se propone al electorado, o ambas debilidades a la vez. Así se evadió el debate en repetidos comicios generales demostrando actitudes autoritarias y sembrando dudas que el tiempo confirmó. Esa renuencia en una sucesión de elecciones no permitió conocer las propuestas del resto de candidatos, castigando el derecho a la información.
No atrae mayormente la atención pública la concurrencia al foro de los aspirantes de escasas posibilidades de voto a su favor. La intervención de los ocho candidatos a presidente, como ocurre al presente en la convocatoria conjunta de importantes instituciones, puede resultar disruptiva de la concentración ciudadana en torno a las exposiciones más esperadas. Lo acostumbrado de los grandes debates a nivel internacional recae en los dos favoritos, inclinando la balanza a favor de uno de ellos. En Estados Unidos y además de otros países el duelo crucial se repite hasta tres veces, confirmando aquello de que “la tercera es la vencida” y el mejor, efectivamente, se hace vencedor.
Entre estos debates célebres destaca el de John Kennedy y Richard Nixon en 1960, por primera vez televisado, del cual emergió triunfante el primero. Se tiene otros encuentros famosos, por ejemplo, el sostenido entre George Bush y Bill Clinton el 1992; el de Barack Obama versus John Mc Cain el 2008 y varios otros. Como se ve contendieron en la tribuna sólo los dos más elegibles. Desde la vecina Argentina los debates presidenciables cobran también importancia internacional por su elocuencia y la brillante argumentación de que hacen gala sus partícipes. El último debate en España se amplió a los cuatro partidos aspirantes a la Moncloa: Partido Socialista Obrero Español, Partido Popular, Ciudadanos, Podemos y Vox, no obstante éste ser nuevo en la arena. Veremos qué nos ofrece el anunciado debate, negado en los últimos años al electorado nacional.
El autor es jurista, escritor y periodista.
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