Luis Christian Rivas Salazar
Entre enero y febrero de 2014 escribí dos artículos denominados: Vargas Llosa en Santa Cruz, Estatismo y autonomía, en septiembre de 2015, presenté: Autonomías ¿para qué?, siendo escéptico frente a ese fenómeno que se mostraba demagógicamente como la panacea de todos los problemas políticos, recordaba que Vargas Llosa sentía un tufillo nacionalista en dicho proceso. “Yo pienso que el nacionalismo es uno de los peores enemigos de la libertad y creo que la defensa del autonomismo, en algunos casos, puede llegar a ser la máscara del nacionalismo”, también hay cierto victimismo histórico: “hemos sido sometidos”.
Pero tengo dos argumentos principales que el tiempo se encargó de corroborarlos: 1. Sostengo, que la propia Constitución impide la aplicación eficaz de autonomías por su esencia misma, la esencia del Estado boliviano es el estatismo, ideología totalizadora que no permite una descentralización y fragmentación del poder eficiente, basta leer los principios y valores contenidos en los primeros artículos para tomar en cuenta el carácter de este Estado, no se trata de un gobierno que otorgue concesiones o delegue facultades sino todo lo contrario, se ocupa de controlar, vigilar y supervisar todo, especialmente el ámbito económico.
Entonces, el problema no es el centralismo per se, sino el estatismo burocrático y económico. Según la interpretación socialista, los bolivianos quieren más intervención estatal, esta visión está conforme con el espíritu de la Constitución, sus leyes y toda la base filosófica del Estado unitario, socialista y comunitario, hay coherencia en el discurso político y la letra de la Constitución. Lo que no es coherente, es la postura de los políticos y académicos ingenuos que pretenden implementar autonomías o federalismo en un sistema socialista y, por naturaleza, centralista. 2. Que las autonomías, lejos de brindarnos descentralización administrativa como se esperaba hasta ahora, solo han aumentado el aparato burocrático del Estado, haciendo más onerosos algunos trámites administrativos, con la consecuente ampliación desmedida de autoridades y funcionarios públicos. No solo eso, sino la creación de nuevos valores, tasas, impuestos y leyes que permiten, tanto a alcaldías como a gobernaciones, obrar coaccionando directamente al ciudadano, creando sus propios impuestos.
Hoy, las autonomías han pasado de moda y se están levantando flameantes las banderas del federalismo como la nueva panacea demagógica que está siendo instrumentalizada por políticos y académicos para conseguir votos y adherentes, es el nuevo opio democrático que trata de narcotizar las mentes idealistas ansiosas de libertad o puestos de trabajo, depende del caso.
Las autonomías y el federalismo son parte del discurso estatista-colectivista, donde un ejército de burócratas analizan cómo repartirse el botín de los impuestos, a eso le llaman “pacto fiscal” y “redistribución de los recursos por justicia social”, mientras que al sector privado, concretamente, las mayorías conformadas por comerciantes informales, pequeños y medianos empresarios, cuentapropistas, transportistas, etc., no le interesa el discurso estatista, si es un Estado unitario, autonómico o federal, más bien, quieren que nadie se meta en sus cuentas, no hurguen sus bolsillos, no les saqueen por medio de leyes que avivan las llamas del infierno tributario y burocrático, que les dejen hacer y trabajar, ansían el respeto pleno del individuo.
Hay países federales y socialistas, veamos Venezuela, Argentina, México hasta Estados Unidos es un Leviatán, ejemplos de monstruosos aparatos represivos, pero también existen aceptables modelos unitarios como Chile. Entonces, debemos concentrarnos en abrogar y derogar leyes malas que amplíen la maquinaria estatal y no la libertad, cambiar la Constitución antes de pensar en un modelo de descentralización que no incorpore a priori el gobierno limitado.
Pero terminar la mentalidad colectivista implica un proceso penoso y gradual que se debe seguir ineludiblemente.
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