Dar hasta la vida por conquistar la libertad y con ella la vigencia de los derechos humanos, como una forma de conseguir la felicidad propia y de los componentes del hogar; conseguir que esa libertad sea parte sustantiva de la vida de los pueblos; lograr que ella tenga vigencia permanente --y no tenga asechanza de enemigo alguno como son las tiranías, las dictaduras, el atropello a los derechos y las leyes--, la defensa de los bienes morales y físicos que hacen la vida del hombre es, sin lugar a dudas, jugar el mejor papel que un ser humano pueda tener como misión y finalidad de su existencia. Pero, conseguir una libertad relativa y efímera que puede concluir el momento menos pensado, es una especie de suicidio o atentado contra uno mismo. Esto es lo que se consigue con entregar nuestras libertades y derechos a cambio de parar o disminuir la acción nefasta del coronavirus que en el día a día cobra más víctimas en todo el mundo.
Esto último es nuestra realidad: renunciar a cumplir las medidas para evitar contagios y hasta nuevos decesos, permitir que sean repuestas las libertades para tránsitos restringidos de automotores públicos y privados, abrir más espacios para que las personas puedan disponer de horas o días así sea con limitaciones, es entregar parte de lo mejor que tenemos y es una forma de pagar un precio muy alto, muy generoso para que el virus se expanda y cobre más vidas. Es permitir que la enfermedad crezca sin límite alguno; es pagar un precio demasiado alto por tan poco que se logra: asistir al trabajo aunque por tiempo limitado, tener horarios más cortos, poder salir en las noches y solo hasta determinada hora, comprar libremente en mercados y comercios, son algunos de los beneficios que pagamos por conseguir algo momentáneo, circunstancial, efímero y barato que “concede” la pandemia.
Y todo, ¿por qué?, simplemente por no tener paciencia ni coraje, no saber valorar la propia vida y satisfacerse muy poco con los bienes que se tiene; es no saber de renunciamientos a lo que, comparativamente, es poco; es no haber valorado debidamente lo que se tiene y por un mísero precio que lo paga el “dador de un mínimo beneficio” y, si pudiese, se mataría de risa al comprobar cuán débil es el ser humano que por poco vende mucho, que por poca libertad vende la que tiene en grandes proporciones, por lo que consiguió con sacrificios lo sacrifica en aras de conseguir miserias. Cuán pobre de espíritu y cuán débil es su moral que no sabe valorar lo que se tiene.
Cuando hayan transcurrido los días en que el virus ha cobrado muchas más víctimas de las previstas, se podrá calcular cuán poco es nuestro entendimiento de la realidad, cuán poco nos atenemos a la verdad que circunda nuestra existencia, cuán poco es el caudal de valores que poseemos y que lo rifamos en las primeras de cambio; cuán mísero resulta el beneficio logrado que, bien visto, se puede colegir que es mínimo y hasta ofensivo porque se nos otorga a cambio de lo que más debemos valorar: la vida de los seres humanos. Los balances mostrarán resultados desastrosos porque el luto de madres, esposas e hijos aumentará, los hospitales habrán colmado su capacidad; los medicamentos insuficientes, y hasta la corrupción de funcionarios miserables habrá aumentado, porque el virus ataca drásticamente a la moral de los que pregonan honradez y honestidad pero aprovechan lo más que se presente. ¿El balance? La cima a que llegó la pandemia le costó muy poco; pero las víctimas pagaron muy alto con lo que costó mucho y nunca será compensado.
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