Por Ernesto Bascopé Guzmán
La victoria del Movimiento al Socialismo (MAS) fue inapelable. Negarlo sólo puede llevar a la frustración y, rápidamente, a la impotencia y la desesperanza. Por otra parte, inventar teorías delirantes sobre un supuesto fraude en 2020 es un camino todavía más directo hacia el fracaso. Lo más sensato, lo más racional, consiste en aceptar que la estrategia de aquel partido fue más eficaz y su discurso más atractivo. Los políticos del campo democrático tienen que comprender que el realismo se impuso en las pasadas elecciones. Más vale tomar muy en cuenta esa lección, si aún abrigan el deseo de gobernar este país algún día.
El MAS aprendió de sus errores y fue capaz de transmitir la imagen de un partido renovado, dispuesto a eliminar sus peores prácticas. Para ello, llegaron incluso a acallar a su líder máximo, cosa nada sencilla sin duda, a fin de que no interfiriera demasiado en la campaña electoral. Comprendieron que un Morales lejano y discreto era la mejor manera de proyectar esa imagen de normalidad.
Al mismo tiempo, Arce supo convencer al electorado de que gobernaría solo y que no estaría bajo la sombra de su antiguo empleador. En el mismo sentido, persuadió a una gran mayoría de que sabría conducir la economía, para recuperar aquello que muchos percibían como estabilidad y crecimiento, antes de los conflictos de 2019 y de la pandemia.
Es poco probable que ese partido cambie y es aún más difícil que el presidente electo logre deshacerse de la incómoda presencia del caudillo fugado. Sin embargo, esos no son problemas inmediatos. Lo cierto es que el MAS se apoyó en sus fortalezas, además de aprovechar sus redes y presencia nacional. Tomaron las decisiones más pertinentes y se focalizaron en ganar las elecciones, con el mismo tesón que en 2005.
La oposición democrática, en cambio, cometió el error fundamental de creer que el MAS había sido derrotado para siempre. A tal punto se convencieron de ello que se comportaron con la arrogancia de los malos ganadores. Incluso se dieron el lujo de participar divididos, como si tuvieran una victoria asegurada, cada uno por su lado. En retrospectiva, está claro que tomaban sus deseos por realidades. Por eso, en lugar de presentarse como alternativas al masismo y su sistema de corrupción institucionalizada, se limitaron a describir un difuso porvenir, con la única promesa de que el MAS ya no gobernaría.
A todas luces, fue insuficiente. Los electores optaron por la aparente seguridad de lo conocido, antes que arriesgarse con políticos tan carentes de imaginación y propuestas.
Los partidos de oposición deberían comenzar a prepararse para alcanzar el poder. Sin embargo, no sólo será cuestión de ganar en 2025. Ahora tienen una tarea más difícil todavía: asegurarse de que las próximas elecciones tengan un mínimo de transparencia y libertad. Esperemos que lo comprendan rápidamente y tomen las acciones necesarias. De otra manera, si siguen creyendo que sus meros deseos se harán mágicamente realidad, se dirigen a una derrota aún más severa.
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