La espada en la palabra
Pararte sobre las tablas a veces te hace ser alguien que no eres. Y esto no quiere decir que te vuelvas un mentiroso. Simplemente, que el escenario te exige una representación, una encarnación ajena. Mientras actúas, no puedes ser crítico de tu desempeño, ni del de tu director, ni del de tu compañía de teatro. Acaso tampoco del libreto que sigues al pie de la letra. Solo los que están abajo pueden enjuiciarte y enjuiciar al elenco completo, pues ellos no visten trajes incómodos y están a una distancia razonable como para no sentir el sudor de los nervios, como para no quedar deslumbrados por los reflectores. Entonces, sentados cómodamente sobre las butacas de terciopelo, en la oscuridad, pueden ser los jueces de lo que ven sobre el escenario.
Algo así sucede en la política. En ella a veces uno dice algo que no cree en su fuero íntimo y viste disfraces que le resultan incómodos. Podría decirse que el discurso, sobre todo en períodos históricos de proselitismo, es como el libreto: así como los actores vulgares creen todo lo que dicen y los dramaturgos letrados que hacen de actores dicen algunas cosas a regañadientes, hay políticos ingenuos o faltos de todo criterio (son los más, tristemente) que terminan creyendo cada punto y cada coma del discurso, por un lado, y políticos informados (que son la minoría), con muchas lecturas encima, a quienes les cuesta reproducir lo que les dicen sus jefes de campaña, por otro lado.
Lastimosamente, en Latinoamérica el político (entendido éste como quien se dedica a la politiquería) y el intelectual pocas veces o casi nunca pueden actuar en la misma arena. Por tanto, cuando éste intenta hacer política (entendida ésta como Aristóteles la entendía), aquél lo destruye con su demagogia y su palabra hiriente; solamente cuando aquél hace política y éste se dedica a enjuiciarla, parecerían estar las cosas en su justo orden.
El político latinoamericano que se encumbra es el que más calles ha recorrido, más botas ha amarrado y más manos ha besado, y no el que más libros ha leído. Así las cosas, la labor del intelectual se restringe solamente a criticar la grotesca representación que se ve en el escenario de su sociedad.
El teatro de la política latinoamericana, y sobre todo boliviana, es de los más conservadores del mundo. Podría decirse que los actores son viejos de espíritu, dogmáticos, y que sus trajes están raídos por el paso del tiempo. Pero el gusto plebeyo del público no exige mucho más. Prefieren lo malo conocido que lo bueno por conocer. Eso es justamente lo que demuestra el nuevo triunfo electoral del socialismo anquilosado, pues toda sana tentativa de renovación de la praxis administrativa, de descentralización del espíritu de la política o de riesgo hacia lo nuevo, no es tomada en cuenta por la opinión pública boliviana, todavía aislada de las corrientes y las influencias liberales y modernas del mundo.
En esa representación degradada por el tiempo, la mala calidad de los libretos y la poca preparación de sus actores, no es extraño entonces que el que pasa su vida preparándose para hacer de dramaturgo —y sin embargo es puesto de actor segundón—, decida bajarse, al menos por un tiempo, para ver desde la platea la escena, para poder criticar con distancia el fenómeno que se desenvuelve ante sus ojos. De esa forma, se siente más libre, más digno y más útil. Solo entonces puede describir la sociedad y denunciar los extravíos de la política con una pluma fría, como la de Arguedas o la de Zola. Lo hace, además, por una necesidad, pues la representación en las tablas funcionó en él como venda en los ojos, no le dejó ver sus errores y los de quienes le acompañaron en el escenario. Desde abajo, en cambio, podrá fiscalizar objetiva y sinceramente, aportando con ello quizá más de lo que aportaba en la actuación.
Ignacio Vera de Rada es licenciado en Ciencias Políticas
Usurpado el 7 de octubre de 1970, por defender EL DIARIO |
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