Contra viento y marea
Uno de los pilares que con mayor reciedumbre sustenta la democracia, es el Parlamento, que en nuestro sistema constitucional está expresado en la Asamblea Legislativa Plurinacional (ALP). Y es que la realidad conceptual de esta instancia del Estado a partir de los criterios de John Locke y Montesquieu respecto a la separación de poderes, es que debe ser representativo del pueblo. Eso significa que debe reflejar la voluntad popular expresada por los electores al elegir a sus representantes y a los partidos políticos en cuyo nombre se presentan. Razonando en contrario, un parlamento no representativo a ese respecto, ya sea a causa de deficiencias del procedimiento o del sistema electoral, renuncia en dicha medida a la legitimidad que es parte constitutiva de su naturaleza jurídica y estará menos facultado para representar a la opinión pública en torno a las cuestiones inherentes a su mandato y al control pleno de las libertades que en última instancia son el objetivo de la democracia.
En el caso nuestro, las deficiencias en esa representatividad derivan de esos dos elementos; empero la legalidad de una mayoría congresal en la ALP recientemente instalada, queda deslegitimada precisamente por los procedimientos parlamentarios inequitativos y desintegradores que ocasionan una coartación al derecho inalienable y constitucional que tiene el pueblo a través de sus representantes, de expresar sus puntos de vista, de tomar parte en la actividad parlamentaria en un pie de igualdad con los demás, aunque su representación sea apenas menor al 50 por ciento del electorado.
Ya sabemos que las limitaciones que nuestra legislación tiene respecto a la elección de representantes ante la ALP, obedecen a intereses políticos al haber dividido el mapa de circunscripciones a la medida de quién las ha promovido a efectos de una distribución de diputados uninominales abiertamente desproporcional respecto a la votación general alcanzada por cada partido opositor; y eso tiene que ver con los procedimientos electorales que resienten un auténtico desempeño democrático. En sus últimas sesiones y contra reloj, las cámaras baja y alta de la Asamblea Legislativa, haciendo uso de una mayoría que le confería derechos de imponerse en sus resoluciones, pero no de suprimir el de pronunciarse, que tienen las minorías, ha procedido a la modificación de los reglamentos de debates de ambas cámaras, a sabiendas de que este nuevo periodo constitucional, ya no tienen los dos tercios que le permitían ignorar las opiniones de la oposición.
Pero como la representatividad es condición esencial de un parlamento, durante diez años el Movimiento Al Socialismo impuso su rodillo, y obligado por las normas internas de sus cámaras, tuvo que escuchar los parlamentos de sus adversarios, y lo hizo con la seguridad de que de todas maneras nada cambiaría sus unilaterales determinaciones. Hoy, los legisladores de oposición, y más allá de cualquier metáfora o figuración excesiva, no tienen más función que la de adornar el Hemiciclo porque han perdido la potestad y el derecho inalienable de la palabra. Ese mutismo obligado por una medida indiscutiblemente inmoral e inconstitucional, hace que ser asambleísta de oposición bajo esas circunstancias, haya perdido todo atractivo para quienes tienen el objetivo de hacer el contrapeso tan saludable para la democracia moderna, y servir al país desde la legislación y la fiscalización.
El Parlamento de hoy en Bolivia no tiene el rodillo aplastante del pasado inmediato, pero coartar el derecho a expresarse, nombrar embajadores o decidir en exclusiva los ascensos en las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional por quien ejerce la mayoría simple, lo convierte aún más en objeto de un deplorable leitmotiv de este Órgano legislativo que dejó para la historia su carácter deliberativo. La ALP, ha perdido, nada más en su estreno, la credibilidad de un discurso reconciliatorio porque no puede haber reconciliación cuando se embarga la voz del otro.
Augusto Vera Riveros, es jurista y escritor.
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