La espada en la palabra
No creo que la cultura de ningún estado o sociedad florezca debido a que exista un Ministerio de Culturas o algo por el estilo. La cultura y el arte siempre han sido producto de la autonomía espiritual de las personas. De hecho, los más grandes creadores incluso prefieren trabajar solitarios, como flores marginales, fuera de un ente o un sistema directriz. Pero ya que hay un Ministerio, lo deseable sería que funcionara de una manera eficiente. Y con esto no me refiero solamente a la parte administrativa y burocrática, tema importante fuera de dudas, sino —y fundamentalmente— a la parte conceptual y espiritual de esta institución.
El Ministerio de Culturas, piensa la gente, debe ejercer un trabajo de mecenazgo por y para los artistas que reivindican lo muy nuestro. Esta idea es respetable y parcialmente correcta. Pero la cultura, como la democracia —palabras que a veces se simplifican y frivolizan—, es un concepto muy amplio, y es por esto que no debe ser entendida exclusiva y solamente como la expresión genuina y ancestral de lo que es una sociedad (o sea, como folclore), sino también —y, para mí, sobre todo— como un conjunto de conocimientos que sirven para tener un juicio crítico y despierto, como la define la segunda acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Es decir, la cultura como ilustración y versación en una cantidad grande de conocimientos.
El riesgo que se corre cuando se tiene a la cultura solamente como una cantera de folclorismo y nativismo es grande, ya que, cuando es así, normalmente a) se termina prostituyendo bajo una ideología o una bandera política circunstancial o b) termina siendo un factor de asilamiento, chovinismo y ensimismamiento colectivo. Y lamentablemente, aquí la cultura ha sido distorsionada o reducida a su concepto folclórico y mínimo en los años que tiene de vida el Ministerio que la apadrina. Entonces se convierte en un brazo más de propaganda, de ideologización o de frivolidad, cuando lo que debiera ser sería una plataforma para la visualización de la literatura, el cine, el teatro y la pintura, vengan de donde vengan éstos. Pues la cultura es también apertura al mundo, una mirada sobre lo más eximio de las obras de arte de allende las fronteras patrias, obras que sin duda contribuyeron también en la construcción de las identidades, por más puras y celosas que éstas sean.
Otro asunto importante de ser debatido es el quién debe dirigir esta cartera de Estado. Así como un diplomático debiera encabezar el Ministerio de Relaciones Exteriores, un economista el de Hacienda y un educador o maestro el de Educación, el Ministerio de Cultura debería estar inexcusablemente dirigido por un escritor, pintor, arqueólogo o museógrafo, pues nadie sino estas personas comprenderán cómo es la vida de los artistas y cuál el valor de la cultura y el arte para una sociedad. Un ministro de Cultura jamás debiera ser una cuota política, so pena de sacrificar la noble y técnica labor a la que aquél está llamado.
Un buen ministro de Cultura tendría que abrir bibliotecas y promover las sinfónicas y óperas, a los escritores, a los pintores, etc., y por supuesto también a los artesanos y los artistas que obran en función del folclore y las tradiciones muy nuestras. He ahí la magia y la riqueza de la cultura. Pero un Ministerio que piense erradamente que todo lo que es de fuera debilita la nación y la soberanía y otras lindezas por el estilo, estará destinado al fracaso.
Una sociedad sin cultura es una sociedad muerta. Una sociedad sin cultura universal es ensimismada, arcaica e ignorante. Solamente conceptuando la cultura en su justa medida podremos encarar una labor eficiente y noble allí en la cartera de Estado que la auspicia y promueve, o que debería hacerlo.
Ignacio Vera de Rada es
profesor universitario.
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