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[Ramiro H. Loza]

Parlamentarios, legisladores


El término parlamentario con el cual se designa a diputados y senadores de la Asamblea Legislativa y, de modo común, por los medios de comunicación y algunos columnistas, es presuntuoso y superlativo. Se podría modestamente llamarles simplemente asambleístas, si se considera que parlamentario tiene otra connotación. Quien debe recibir con plena propiedad el denominativo de parlamentario es el personaje eminente que ejerció este mandato dos o más veces, no sólo por la digitación de algún jefe partidistas o casi casualmente, o por llenar alguna plancha electoral. Merece con justicia el título de parlamentario quien lo ha ganado por méritos propios, por la valía de sus intervenciones, la profundidad de las argumentaciones que exponga, conocimiento del tema en debate, elocuencia y buen castellano. Se podrían añadir otras virtudes personales, pero creo que es bastante.

El personaje de dichas luces habrá abierto el camino al liderazgo y potencial candidatura a otros niveles de la política y del país. ¿Cuánto tiempo transcurre sin que surja un líder de este vuelo en nuestro medio? Sin duda es una falencia de la política nacional, inseparablemente vinculada a la mediocridad que nos persigue infatigable. Los gobiernos pasan y ninguno se preocupa de poner el cimiento de superación de esa crisis, uno de los factores de nuestra retardación con respecto a los países vecinos para no ir más lejos. Lo cierto es que los gobiernos medran de la mediocridad, les resulta cómoda y porque gracias a ella han llegado a donde están, además les sirve de instrumento holístico para la manipulación política. También es cierto que la falta de cultivo personal es defecto común en nuestra sociedad.

Los partidos huyen despavoridos de promocionar al parlamento a mujeres y hombres libres, de criterio independiente y formados porque no podría manejarlos a voluntad. Prefieren llevar mesnadas obsecuentes, dóciles y ciegas cumplidoras de las consignas partidarias o de grupo. La existencia y la meta de los parlamentos es el bien común, la democracia es sólo el medio y no el fin. La comprensión de este leitmotiv equivale a un imposible. Si los partidos seleccionaran mejor a sus representantes, elevarían el prestigio del Legislativo hoy venido a menos en nuestro historial parlamentario, entre otros aspectos necesarios y hoy desterrados lejos de los recintos parlamentarios. Se dirá que no se encuentran ciudadanos de tales características. Como van las cosas es una verdad relativa. Sobrarían personas cualificadas para el Órgano Legislativo, pero se ha hecho bastante para alejarlas de la política. No obstante, quien busca, encuentra.

Parlamento viene de parlar, hablar, comunicar. El Legislativo debería ser la caja de resonancia por excelencia de un país, espacio done se discutan los asuntos importantes con solvencia y responsabilidad, recinto donde impere la racionalidad. Según el diccionario de mejor raíz, parlar a secas significa “hablar sin sustancia”. Para las Cámaras de la Plaza Murillo y por extensión para los políticos del catálogo disponible: “al que le caiga el guante que se lo chante”.

Otro título pomposo que se da a senadores y diputados es de legisladores. Es verdad que pertenecer titularmente al Órgano Legislativo les confiere esa denominación, pero es distinto investirlo por un devoto cumplimiento del mandato. Legislar es sugerir leyes fundamentadas, necesarios, consensuadas hasta donde sea posible, en función de un adecuado debate. Tal es el deber del verdadero legislador, buscando constantemente el bien común. De la creación del legislador deben emanar los proyectos de leyes o de las comisiones de la materia. Por supuesto, ésta considerará el proyecto a profundidad, en cambio se ve ahora veloces aprobaciones a nivel de comisiones. Empero, los “legisladores” no asumen su papel, salvando de no precipitarnos en generalizaciones. No lo asumen por falta de conocimientos como ocurre en gran número o por pereza intelectual.

Estas ausencias se saldan con proyectos remitidos por el Ejecutivo conforme a los catorce años precedentes y aun antes. Estas leyes en ciernes tampoco tienen por autores a los ministros, sino a cargo de consultoras o consultores a precio de oro. Muy poco le queda por hacer al Legislativo, al paso que el debate se obvia por los dos tercios o por mayoría absoluta.

Por otra parte, senadores y diputados disponen de un ejército de asesores. Estos yacen a su vez en el ocio. Cada titular cuenta con varios “asesores”, designados a su sabor entre amigos y allegados, ni juristas ni técnicos, de quienes no se puede esperar asesoramiento alguno. Toda esta carga refluye al Tesoro General. No hay duda que este festinatorio bagaje constituye herencia de los legislativos neoliberales, no modificada en absoluto por sus causahabientes masistas.

loza_ramiro@hotmail.com

 
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