La espada en la palabra
El edificio en el que los legisladores sesionan es simbólico, antiguo y bello. Arquitectónica y estéticamente hablando, aunque no es tan antiguo, tiene más majestuosidad e imponencia y llama más la atención que el edificio del Palacio de Gobierno, que se erige a pocos pasos. Cuando uno ingresa en él, se topa con muros compactos y de muchos centímetros de grosor, y en algunos lugares el suelo es elegante pues está cubierto por alfombras rojas o, mucho mejor, por mármol y mosaicos. Con el pasar de las décadas, como en muchas otras edificaciones, sus ambientes quedaron chicos, y se las tuvieron que arreglar para improvisar pequeñas oficinas de doble piso allí en los ambientes de techo alto y para colocar pequeños escritoritos en los reductos menos apropiados para ellos.
Los pasillos del Legislativo tienen una mística, una elegancia añeja sinigual. Eso, sumado a la magia que ya de por sí guarda la plaza Murillo y, en general, todo el casco viejo de la urbe, hace que trabajar en el Palacio Legislativo sea una experiencia única y no necesariamente demasiado placentera. Pero hay una característica más que debo mencionar sobre este viejo edificio, y que quizá ya no tienen el Palacio Quemado ni, mucho menos, la llamada Casa Grande el Pueblo: la arcaica y obsoleta forma en que allí se siguen realizando los documentos y los trámites. Y es que en el Legislativo el tintineo de las máquinas de escribir y el ruidito de los tampones de los sellos abriéndose y cerrándose a cada segundo, son cosa perenne.
Escasean las computadoras, y cuando uno hace trámites allí se siente como en el siglo pasado. Hay múltiples oficinas a las que a veces —tanto legisladores cuanto personal técnico— se debe acudir: para un sello, una rúbrica, una firma… Cosas que, en nuestros días, en el mundo digitalizado de hoy, podrían resolverse con una aplicación o un software.
Causa nostalgia y tristeza (y a veces coraje) ver esa tramitología que aún se hace en formularios, notas y cartas de papel, de forma irremisiblemente personal y presencial y con máquinas de escribir, gastando, de esa forma, miles y miles de hojas que luego quedan almacenadas en gruesos legajos que también se guardan en las mismas oficinas. A mí, lo añejo y antiguo siempre me suele causar una especie de respeto cultural y una nostalgia por la historia, pero no niego que en este tiempo ver esa burocracia tan provecta y obsoleta me desagrada profundamente. El ver, pues, a decenas de diputados con sus respectivos asesores y técnicos corriendo de un lado a otro con el fin de estampar sus huellas en un papel o para recabar un listado de requisitos en papel, pudiendo estar invirtiendo ese tiempo en sus oficinas leyendo a profundidad un proyecto de ley o estudiando, el ver eso, digo, me hace pensar en lo rezagados que estamos hasta en los mecanismos burocráticos de las instituciones.
Y no se me tome por ingenuo, pues bien sé que el sistema administrativo y burocrático no se simplifica y efectiviza, entre otras razones, porque ello, obviamente, supondría el despido de una gran parte de operarios y personal administrativo, ya que hoy una aplicación digital puede resolver muchas de las labores que realizan quienes estampan sellos o dan vistos buenos a simples notas o cartas. Buena parte del tiempo de los asambleístas y sus respectivos técnicos, se va en sacar fotocopias, llenar a mano formularios y hacer largas filas en las muchas ventanillas que hay por todos los pasillos de las oficinas del emblemático y bello edificio del Legislativo.
Sin embargo, debo reconocer que la creación de algunas oficinas y dependencias públicas ha supuesto (y quizás obligado a) la modernización y digitalización de los trámites. Este fenómeno, por fortuna, se puede ver también en muchos de los bancos de Bolivia.
Este tipo de rasgos de nuestras instituciones, quiérase o no, también dice mucho del nivel de civilización al que hemos llegado. De todo corazón y con toda mi fe, espero que el nuevo edificio del Palacio Legislativo, que, por lo que se ve, está próximo a ser finalizado, renueve el sistema añejísimo de los trámites y acabe con una parte de la obsolescencia que gangrena la mayor parte de nuestras instituciones y oficinas públicas hasta el día de hoy.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.
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