Como dice un colega columnista, existen expresiones que pueden sustituir con ventaja a otras mucho más formales, para que el pueblo las entienda como se debe. Es lo que ha estado sucediendo últimamente con la fábula impuesta por Evo Morales y sus cortesanos en sentido de que, en noviembre del año pasado, se produjo un golpe de Estado en Bolivia y que no hubo fraude. Sin embargo, no ha faltado el ingenio popular, la ocurrencia justa, cabal, la definición perfecta: en Bolivia no hubo un golpe de Estado contra Evo Morales, sino una patada en el trasero.
Después de varias semanas de haber estado escribiendo sobre el tema, negando la absurda acusación de un golpe atribuido a L. F. Camacho, a la señora Jeanine Áñez, a varios comandantes de las FFAA, a una conspiración yanqui, la podrida justicia boliviana ha dictaminado que en los comicios del 2019 no hubo fraude, que todo fue limpio. ¡Lo que faltaba! Con ese fallo, justifica la mentira del golpe de Estado que propicia Morales. Es decir que hemos regresado a los tenebrosos tiempos del despreciable fiscalato, de jueces y fiscales obedientes como las ovejas a su pastor.
Es que la patada en el trasero se la merecía el señor Morales y más bien tardó 14 años en llegar. El país estaba siendo destruido por el derroche y las malas inversiones; por la soberbia, la ignorancia y el abuso. Lastimosamente los políticos de los partidos democráticos no fueron capaces de mantener alejado del país a Morales y al cabo de un año el huido exmandatario estuvo de vuelta, aunque ya no en la Presidencia, pero siempre tratando de entrometerse en todo y forzando a los actuales dignatarios a que obedezcan sus órdenes.
No obstante, aunque muchos masistas siguen con el obligado estribillo del golpe militar y policial ahora respaldados por una justicia infame, por lo menos, en su fuero interno, en su conciencia, saben que lo que primó fue el merecido chutazo. Esto se palpa fácilmente cuando se evidencia que, lo que Morales llama sus bases, le han perdido el respeto, al extremo de haberle alcanzado un sillazo en la cabeza, lanzado a su propia testera, en una gran trifulca de dirigentes masistas en el Chapare, que terminó como riña de verduleras.
Y cuando se pierde el respeto de alguien es muy difícil recuperarlo. Esto lo estamos observando en las expresiones que se producen en ciudades y pueblos donde al jefe del MAS se lo recibe mal, sin entusiasmo, a veces con absoluta desobediencia, con amenazas de violencia como sucedió en Betanzos hace unos días y con el silletazo en la mollera del lunes en Lauca Ñ. Es que esa gente sabe que su líder huyó sin que se pegara un tiro porque el país no lo soportaba, porque ya se había cansado de su sonsonete sobre la Nueva Bolivia, sobre las magnificencias de su Gobierno, sobre el país centro energético del Cono Sur, sobre la loca idea de hacer de nuestra nación una Suiza.
No solo es una actitud de las bases, sino que parte de la alta jerarquía del MAS, que también ha dejado de creer en el superhombre, en el dios hijo del Inti y de la Pachamama. El presidente Arce, sin mencionar su nombre y todavía admitiendo la fábula del golpe, ha decidido rechazar el estilo de vida pomposo que llevaba Morales. Sin enfrentarlo, ha optado por viajar menos y trabajar más en el abandonado despacho presidencial; a desplazarse en vuelos comerciales y no malgastar dinero utilizando el carísimo Falcon; a no usar vehículos blindados ni helicópteros dentro de la ciudad de La Paz; y sin ningún interés en apresurarse a ocupar la residencia de San Jorge.
Pero, además, el vicepresidente Choquehuanca, respetado en el mundo aimara como un supremo guía, ha optado por no mencionar como una verdad el golpe de Estado, lo que es desafiante, y ha dicho, también sin nombrar al expresidente, que “la primera corrupción del político es cuando olvida y da la espalda a su propio pueblo… y solo le interesará quedarse en el poder a toda costa…”.
El silletazo proveniente de sus bases, debería hacer pensar a Morales que ha dejado de ser querido y que solo una justicia deudora de favores como la actual lo tiene a salvo de ir a rendir cuentas de sus actos ante un juicio de responsabilidades y una corte ordinaria.
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