Cuando llega la Nochebuena muchas familias son felices y la esperan con el arbolito rutilante de luces, con el pesebre humilde y el Niño rodeado de sus padres y de los animalitos que, según la tradición, le dieron calor con su aliento en el frío invierno de Belén. Otras personas tienen el arbolito y los regalos, pero los abate el sufrimiento porque están con el corazón roto por alguna pérdida familiar que no les permite consuelo o por la ausencia de algún ser querido que no ha podido llegar a tiempo. Y otras familias, muchas lamentablemente, no tienen sino el calor que les da sus cuerpos, sin luces ni regalos, acurrucados en torno a una olla pobre, pero felices de haber sobrevivido, de poderse dar un beso y de asistir a la misa de Gallo y cantar “noche de paz”. La Navidad no es una celebración de baile, juerga y cohetes, como suele suceder, sino de apego, de confesiones, de cariño familiar.
Esta fiesta, netamente cristiana, se ha extendido en casi todo el mundo donde las religiones son distintas a la nuestra, y aquello se ha debido al carácter universal que ha tomado el festejo, sobre todo por su lado comercial, por los regalos que son la tradición de ese día. La Navidad se ha convertido en una conmemoración que tiene que ver más con el derroche de los que pueden hacerlo que con la llegada a la tierra del Redentor. En nuestro propio país quienes rechazan el catolicismo, el cristianismo en general, son quienes convierten la ciudad en una gran feria callejera del negocio, son los que ganan dinero sin elevar una plegaria ni dar una limosna.
Coincidamos entonces en que la Navidad no es una celebración de placer, tal como puede ser al Año Nuevo. De regocijo sí, pero por la alegría interior de estar con los seres queridos y con Jesús. Esa alegría se manifiesta con el intercambio de abrazos, de regalos y de un esmero en la cena tradicional, cuando en cada país se preparan las viandas del lugar. Cerdo, pavo, cordero, pescado, en sus diversas formas, se elaboran desde los fiordos de Noruega hasta Usuhaia en Argentina.
Mi memoria no es buena (y está cada vez peor) así que mis recuerdos navideños vienen desde, cuando dejaba la niñez, con mis padres y mis hermanos en Santiago de Chile. Mi madre siempre armó el arbolito, hubo regalos, y cenamos algo distinto, delicioso, todo por las manos de mamá. Luego, joven ya, pasé la Nochebuena varias veces donde mi abuela Rogelia, lo que era una verdadera fiesta, porque teniendo cinco hijas y siete hijos, los primos ya éramos más de cuarenta (ahora los descendientes directos de ella superamos los 250), por lo que en la casa de la calle Arenales había inevitable bullicio, música, cerdo, salpicón, patasca, y el infaltable clericó, que preparaba personalmente mi querida abuelita y que servía ella misma. A medianoche era norma que, los mayores por lo menos, asistieran a San Francisco a la misa de Gallo.
Al poco tiempo vino mi matrimonio con Teresita y la primera Nochebuena la pasamos solos en Madrid con una bebita que chillaba; luego estuvimos más acompañados, en Paraguay y México. Nos tocó la suerte de ir en misión a Buenos Aires, regresamos a España ya mucho mayores, y disfrutamos de sus insuperables viandas, con jamones ibéricos, foie de ganso y buen vino. Y siempre muchas Navidades en La Paz con mis suegros y mis cuñados hijos y sobrinos, en la casa solariega de don Gabriel, cenando el pavo relleno y la incomparable picana de cuatro carnes que preparaba la señora Elena. Se fueron al cielo don Gabriel, su esposa, y también mi suegra verdadera la señora Jesús, y las cenas navideñas en familia menguaron.
Papá falleció hace 46 años, así que con él no disfrutamos mucho de la Navidad. Y mamá, la que reunía a todos sus hijos y nietos, se fue hace 6 años. Ahora mis cuatro nietos están ausentes y mi hija mayor y su esposo. Así que esta Nochebuena, con una sabrosa picana hecha con arte por Teresita, estaremos con dos de mis hijos solamente. Seremos cuatro, pero será suficiente para gozar del cariño y la tertulia familiar y del recuerdo de los años que han pasado, buenos casi todos, gracias a Dios. Y si este último ha sido un año infame como pocos por el virus mortal y la política, igual habrá que festejar el nacimiento del Señor y sonreír para que el Redentor y la vida nos sonrían también.
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