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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Imberbes en las cámaras…


La vieja acompañante de María Antonieta, Madame Campan, refiere en sus Memorias que, cuando Luis XV murió, los jovencísimos delfines Luis Augusto y María Antonieta, futuros monarcas de la Francia prerevolucionaria, exclamaron con miedo: “Dios mío, guíanos y protégenos; somos jóvenes, demasiado jóvenes para reinar”. Lamentablemente, como ocurre con buena parte de las anécdotas hoy conocidas sobre María Antonieta (y en realidad sobre gran parte de los personajes históricos), aquella referencia no es digna de crédito, y lo más posible es que sea fruto de la invención o la creatividad de la tal Madame Campan. No importa. La transcribimos aquí porque, de alguna u otra forma, deja ver un pensamiento profundo, acaso sabio, de lo que un joven debería sentir ante la tamaña responsabilidad que significan la política, el gobierno y el Estado.

Nuestro poeta y pensador Franz Tamayo, en uno de sus proverbios, dice: “La prudencia —el miedo sabio”. Hoy, en nuestro medio político, tal como en aquél de la Francia que estaba al borde del caos, parecerían campear la imprevisión, la inmadurez, la falta de preparación y, sobre todo, la imprudencia. Pero quisiera referirme hoy, únicamente, a la impericia de nuestros políticos demasiado jóvenes.

Últimamente, se han puesto de moda consignas políticas que tristemente, dado que la sociedad es inercial y acrítica, y por la ovación que causan en los más, no han recibido la menor crítica de los intelectuales. Una de ellas es la que dice que los jóvenes, por el hecho de ser jóvenes, deben ocupar un espacio en la administración pública y el Parlamento. Ahora bien, nadie debe estar en contra de que un joven ocupe meritoriamente un cargo alto en la función pública, pero tampoco se debería dejar pasar por alto que la juventud, en esto de la praxis política, no es o ni debería ser un valor per se.

Cierto es que hay reivindicaciones sociales de decenios y aún siglos, que requieren para su lucha de consignas (como las cuotas políticas), pero la política, bien entendida, o sea como el arte de la administración correcta de la cosa pública, siempre requerirá dos cosas: sabiduría y madurez. Así al menos la entendieron los romanos, cuando instauraron una de sus instituciones más sólidas (el Senado), conformada precisamente por personas viejas (senectute), la edad de oro para Cicerón, pues si en ella no se tiene brío físico, sí se tiene en raudales sabiduría, discernimiento, ciencia (en algunos casos) y equilibro.

Por una razón que es estrictamente biológica, un jovencito carece de una madurez que le permita llevar con juicio equilibrado los asuntos que atañen a un cargo de alta responsabilidad. Normalmente, queda obnubilado por la grandeza de su posición, mas no por la de su responsabilidad; es despreocupado y alegre. Y por una razón de tipo cronológico, ese mismo joven carece de la experiencia que otorgan los años en las lides de la vida y el trabajo. Obviamente, hay excepciones; por ejemplo: un joven que haya madurado prematuramente en virtud de algún suceso de su vida o que haya adquirido la ciencia suficiente al haber estudiado mucho. Pero es la excepción y no la generalidad.

Hoy, se puede ver en Bolivia una alta representación de jóvenes en el Parlamento, tanto de un bando como de otro, y, como no podría ser de otra forma, el coro de las vivas se escucha y lee en la calle y los periódicos. Pero pocos se dan cuenta de que ello no es lo mejor para la política. Hace poco un periódico paceño publicó una noticia que decía que los analistas y politólogos ven falta de pericia y madurez en la gestión legislativa de los jóvenes representantes. Y es que verdaderamente la hay. Y quien no la vea, tiene dura la visión.

Lo más sano para nuestra política sería tener un cuerpo de legisladores y funcionarios conformado por jóvenes y viejos. De unos se aprovecharía la energía física, y de los otros, la experticia. Toda tendencia ultrista es nociva. Y espero que este texto llame a la reflexión a los que se dejan seducir con ferviente entusiasmo por el progresismo o las modas del momento.

La soberana María Teresa, madre de María Antonieta, al enterarse de la muerte de Luis XV y saber que su despreocupada, frívola e imprudente hijita sería la monarca de Francia, escribió con angustia premonitoria: “Creo que sus mejores días están ya terminados”. Y esta frase, a diferencia de la que se atribuyó a María Antonieta, es verdadera.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

 
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