La carencia de acceso es la quinta de las CINCO CARENCIAS que he venido anotando anteriormente, y siendo todas CENTENARIAS, tienen que ser encaradas seriamente en cualquier intento de Reforma.
La administración de justicia, como mecanismo estatal de resolución de controversias y de efectivización de derechos, tiene que ser un servicio público. Debe ser gratuito, de calidad y eficiente. Como todo servicio público debe ser accesible a todos, de cobertura universal o por lo menos debe tender a ello en base a planes y acciones estatales.
Contrariamente, por los presupuestos exiguos, por el reducido número de jueces, por los costos y la sobrecarga procesal, la administración de justicia no solo que es un pésimo servicio, sino que es un derecho permanentemente negado a la mayoría de la población. Tenemos una “justicia” para pocos.
La justicia no es gratuita y, además de las corruptelas que suponen coimas, los costos judiciales empiezan gravosamente con los abogados y se extienden a las actuaciones judiciales que aparejan una dedicación de tiempo útil y no remunerado. Por ello, acuden a la administración de justicia solo aquellos ciudadanos que están en condiciones de solventar todos esos gastos o enfrentar todas esas pérdidas. Incluso población de ingresos medios tiene que hacer un balance de costo beneficio, luego del cual una buena parte se abstiene de acudir a los jueces, por el costo y la incertidumbre de los resultados. La mayoritaria población pobre simplemente no acude a los tribunales, y la población de las áreas rurales y provinciales no tiene jueces a quien acudir lo que significa agravamiento de la discriminación, de la desigualdad y la injusticia.
Adicionalmente a los costos, la gran mayoría de los jueces y fiscales están concentrados en las capitales de departamento y en los centros urbanos. De los 342 municipios que existen en el país solo 190 cuentan con jueces y fiscales, vale decir que los bolivianos en más de 150 municipios, simplemente están librados a su suerte. Pero ni siquiera los casi 1.650 jueces y fiscales que existen en todo el país abastecen los requerimientos de la población a la que llegan. Se necesitan más jueces en las ciudades, pero especialmente se requieren jueces y fiscales desconcentrados o itinerantes redistribuidos en el área rural de todo el territorio nacional.
Además de pocos jueces, los que existen no tienen condiciones materiales de trabajo en términos de infraestructura y equipamiento. Los denominados “palacios” de justicia están hacinados en casi todas las capitales. En provincias y municipios rurales su precariedad es casi anulatoria del servicio. Para ampliar la cobertura y el acceso a la administración de justicia necesitamos infraestructura digna que les permita a los jueces efectivamente prestar el servicio hasta en las poblaciones más lejanas. Pero no es solo un problema de cobertura, sino de concepto. No todos, ni siquiera la mayoría de los conflictos deberían llegar a los tribunales para ser resueltos. Tenemos una arraigada “cultura pleitista” y una visión “fetichista” de la ley, lo que nos lleva a pensar mayoritariamente que con juicios y con leyes se resuelven los problemas de la gente. No se puede seguir alentando esa “cultura” equivocada y menos aún la práctica perniciosa de judicializar la conflictualidad social. El servicio de justicia debe ser uno que resuelva conflictos y restablezca derechos, y no necesariamente a través de juicios y de jueces. Se ha intentado avances desde los 90 para introducir y difundir el arbitraje, la conciliación y otros mecanismos alternativos de solución de controversias, junto con la oferta de servicios legales y de defensa pública estatales y gratuitos, sin embargo, después de 30 años se ha avanzado poco, y hasta ahora no se han creado los “jueces de paz” para problemas vecinales.
La justicia indígena debería ser un mecanismo alternativo a la justicia ordinaria en los pueblos y comunidades originarias. Fue introducida inicialmente en las reformas constitucionales de 1994 y está más desarrollada en la Constitución del 2009. Sin embargo, no ha tenido avances prácticos. La Ley de Deslinde Jurisdiccional de 2010, ha distorsionado su implantación y desarrollo, y continúa siendo una reivindicación para los pueblos originarios mucho más al calor de conceptos como “pluralidad jurídica” que, como otros, se está convirtiendo en mera consigna demagógica.
El ministro Lima ha anunciado que ya no precipitará la reforma constitucional para el 7 de marzo, lo que puede ser una buena señal si es para organizar bien la “Reforma”, estableciendo con seriedad, temas, tiempos y partícipes; pero puede ser una señal muy negativa si es que el MAS ha decidido dejar sin efecto toda Reforma para persistir en su “justicia” subordinada y miserable con tremendas carencias centenarias. Si es esto último el gobierno estará abandonando su principal oferta de “renovación” y su suerte no será mejor que la de sus antecesores. Si es lo primero, todos seguiremos aportando para concretar el cambio judicial imprescindible.
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