La espada en la palabra
Tracemos cuatro pinceladas sobre el año que se fue. Año particular, desde todo punto de vista….
El otro día hablaba con mi padre sobre este 2020; le decía que todos nosotros habíamos sido designados por la mano del destino para presenciar y sentir uno de los grandes capítulos de la historia de todos los tiempos, comparable con la caída de Bizancio, el nacimiento de la Reforma, las guerras mundiales y, obviamente, con las grandes pestes y enfermedades que mermaron la población de todos los lugares en donde éstas ocurrieron.
Él discrepó; me dijo que la más gloriosa o sangrienta de las revoluciones políticas, religiosas o económicas no tiene, nunca tendrá, la magnitud que tuvo —y que aún tiene— la pandemia del coronavirus. Pero yo creo que es natural que cualquier cambio trascendental de otrora no tuviera, en rigor, cuantitativamente hablando, el efecto de la pandemia actual, por el sencillo motivo de que ahora todo (personas y cosas) constituye una cifra numérica acaso inconmensurable. Lógicamente, toda calamidad de aquéllas que ya ocurrieron, incluso habiendo tenido un soplo siniestro tan contundente como el del actual hecho, no pudo tener semejantes consecuencias. Pero lo que a veces se pasa por alto es que un hecho conlleva otras consecuencias o efectos colaterales. Por ejemplo: la Guerra Fría y todo lo que ésta supuso durante décadas, no fue sino una consecuencia de la Revolución bolchevique. Y como con éste, sucede con casi todos los fenómenos del mundo.
Como debería ocurrir en todo diálogo, tanto él como yo, luego del balance histórico que hicimos, quedamos convencidos de algunos de los puntos sostenidos por el otro. Nuestra conclusión fue que la pandemia actual trastrocó relaciones, socavó mecanismos de comunicación, afectó (para bien y para mal) a la madre naturaleza, perjudicó severamente la economía, produjo daños emocionales y psicológicos de consideración, se llevó miles de vidas y, probablemente, cambió el tablero de las relaciones geopolíticas (aunque esto último es aún dudoso). Todas esas características son propias, y talvez invariables, de las guerras, hambrunas o epidemias de envergadura.
El campo en el que mayores cambios pude percibir, pues tengo el placer de ser en él uno de sus obreros, es el de la educación y la instrucción. Como profesor, me tuve que enfrentar a un reto que ninguno de mis colegas, podría asegurarlo, se hubiera imaginado: transmitir y promover la construcción del conocimiento e incentivar a la investigación a través de una pantalla. Pronto comprobé mi mal augurio de aquellos días de marzo: la enseñanza no podía ser igual. Incluso con una plataforma de tecnología de punta, un aula dotada de herramientas completas y una sala virtual de videoconferencias, la pizarra, y la retroalimentación y el movimiento del catedrático en el aula física, no podían ni de lejos ser suplidos.
Es evidente (aunque el ser humano a menudo yerra en sus premoniciones) que muchas cosas, como la defensa de una tesis o el pago de una factura, serán hechas de aquí en adelante desde la segura y aislada base de un teléfono móvil o una tableta. Y pienso que el alcohol en gel y la mascarilla constituirán parte de los usos de las personas ordenadas y disciplinadas, pues las generaciones de niños crecerán viendo cómo los usan los mayores. Como dijo hace unos meses HCF Mansilla (y quiero creer que así será), la humanidad saldrá de ésta, con algunos rasguños, pero este suceso no es sino una de las muchas desventuras que el destino divino le ha trazado en la interminable cadena de acontecimientos felices y tristes.
Soy cristiano, pero no pienso que el fin de los tiempos esté todavía en ciernes; somos muy rencorosos e incluso miserables como para que Dios nos dé la suprema felicidad de morir así, rápido, sin mucha penitencia, sin pagar todas las deudas que aún tenemos pendientes. Y ¡suprema paradoja!: de Él solamente puede provenir un alivio a todo este calvario que estamos recorriendo y que aún debemos recorrer.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.
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