Contra viento y marea
Habría que ser muy iluso para creer en las cifras oficiales de los Sedes del país cuando éstos reportan las estadísticas diarias de nuevos contagiados por el Covid-19, en un contexto en el que para pruebas confiables a que el gobierno está obligado practicar en todo sospechoso de ser portador del maldito virus, los laboratorios privados que tienen posibilidad técnica de tomarlas, están atestados de gente esperando su turno, los hospitales agobiados por pacientes que contrajeron la enfermedad, una población en su mayoría étnicamente aimara o perteneciente a otras nativas de Bolivia, que nunca acudirían a una consulta médica científica y por tanto optan por tratamientos ancestrales o alternativos; un buen porcentaje que no tiene posibilidades económicas de hacer ningún tratamiento aconsejado por médicos, y otro tanto, de personas absolutamente ignorantes, que todavía cree que el corona virus es un invento, y no pocos, como escuché recientemente, que les hicieron creer que el virus fue derramado desde helicópteros del imperio, y por tanto su participación más trascendental en este ya dilatado trago amargo, es contagiar a los demás.
Así descrito el panorama de una Bolivia que ha ingresado en una escalada incontrolable y de previsiones muy superiores en número al primer ciclo cuya curva ascendente alcanzó su pico a mediados de septiembre y de letalidad también muy por encima de la ya producida, el mentado virus ha mutado en una cepa que en cualquier momento se instala en nuestro territorio y que es –según opinión de los que saben- de contagio también mucho más veloz.
Queda todavía fresca en la memoria colectiva las acusaciones del gobierno de Jeanine Añez contra el que le antecedió respecto al total abandono que hizo a un área tan importante como la salud. Queda claro que no fueron infundados los motivos de esa imputación, y entonces el costo de vidas fue alto en esos aciagos meses del año que se fue.
Y como el cojo echa la culpa al empedrado, el gobierno de Arce Catacora no deja pasar ninguna oportunidad de responsabilizar al régimen transitorio, por el descalabro no solo de la economía, sino en particular de la salud y dejadez en la construcción y equipamiento de los establecimientos hospitalarios.
En un balance despojado de toda animadversión o simpatía por uno u otro, hay que dejar sentado, en justicia, que el gobierno encabezado por Áñez fue un desastre colectivo, empero adoptaron medidas que siendo impopulares, como el confinamiento rígido, evitaron una mayor propagación del virus. El Estado está constitucionalmente obligado a preservar la salud pública, y si para ello hay que tomar decisiones drásticas, deben adoptarlas, como confinamientos de fines de semana y feriados para no golpear más la economía, que tampoco puede subalternizarse ante el bien mayor que es la vida. Es de simple razonamiento lógico que, sin que el asistencialismo se convierta en una política habitual, excepcionalmente, se debe ayudar a los sectores más desprotegidos, reduciendo a cero los gastos de propaganda gubernamental. Se debe dotar de todos los insumos de terapia intensiva a los hospitales sin distinción de su carácter público, privado o de la seguridad social, declarados como fueron, todos, centros Covid-19. Por último, se debe dejar de lado, por la umbrosa situación, las inocuas acusaciones contra medidas anteriores; máxime si, por ejemplo, el hospital Dr. Óscar Urenda de Montero, de importante infraestructura, hasta ahora permanece cerrado, a pesar de que el gobierno actual, con evidente demagogia, muy normal en nuestra política, hizo hace varios meses sendas recriminaciones a la entonces administración Áñez por su no funcionamiento.
La salud pública, pese a lo que nos digan, está abandonada a su suerte. Bolivia, una vez más, demuestra su total incapacidad para afrontar lo que es la tragedia más luctuosa de los últimos ochenta años, respecto de la que ni éste ni los anteriores gobiernos pueden quedar exentos de responsabilidad.
Augusto Vera Riveros, es jurista y escritor.
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