Contra viento y marea
Salvo democracias como las escandinavas en que sus índices de cultura democrática son tan elevados que el poder político y la sociedad prácticamente se funden; ha quedado demostrado que en algunos desubicados que habitan el resto del planeta, el poder los embriaga, porque a exactamente un quinto de siglo cumplido, una parte del mundo se desencanta por lo que a lo largo de mucha de su historia, el pueblo norteamericano hinchaba el pecho por la fortaleza de su democracia; otra, siempre supo que los gringos no están exentos de las prácticas que en apariencia sólo caben en el tercer mundo.
El triste espectáculo del asalto al Capitolio, por su violencia muy semejante al de La Bastilla o de las Tullerías de la Revolución francesa, confirma al mundo que el apego al poder no había sido exclusivo de los países subdesarrollados, ni de las tiranías o de los socialistas. En sociedades como las de la Unión americana, donde las elecciones llegan hasta los sheriffs, la insólita toma azuzada por la ambición de poder ha puesto en evidencia que las democracias son tan frágiles que fácilmente dan paso al poder innato de muchos hombres y algunas mujeres que no están dispuestos a dejarlo escapar sin importar los artificios que tengan que usar en su nombre. En ellos, el logro y el poder, son sus motivaciones básicas hasta convertirse en adictos al mando.
En realidad, el poder es tan pernicioso que a muchos que lo detentan, les cuesta dar un paso atrás cuando las reglas de la democracia así lo exigen. Si finalmente lo han perdido desde la esfera formal, creen que todavía pueden seguir mandando.
Va a quedar por mucho tiempo en las retinas las imágenes de ese santuario de la democracia expresada en el Capitolio, la triste desobediencia a la voluntad del pueblo en las urnas, y que yo tenga recuerdo, la primera vez que una sesión del Congreso de los EEUU se suspende ante la colérica intrusión de unos revoltosos, con toque de queda incluido.
Corea del Norte, China, Rusia y algunos otros países, tienen por cabeza a gobernantes que no están dispuestos a renunciar a su poder, pero menos sorprendente resultan las ambiciones de gobernantes en países como Bolivia en el pasado reciente, Nicaragua, Venezuela y Argentina, en que el caudillaje pretende dejar abierta la fecha de expiración de su poder al que se han acostumbrado, lo que los hace corruptos y faltos de los importantes valores universales de justicia, verdad y honestidad. El mal ejemplo de Cuba en que por más de medio siglo se han aferrado al poder dos hermanos, muestra cómo él, seduce a cierta categoría de personas.
En este lado del mapa continental, solo la república oriental del Uruguay puede considerarse como una democracia desarrollada (aunque no impoluta) en que las reglas constitucionales son cumplidas religiosamente, por tanto, el pluralismo, el respeto a la igualdad, a las libertades civiles y una importante participación y cultura políticas, forman parte de su sistema. No sin razón José Mujica dijo: “El poder no cambia a las personas, sólo revela quienes son realmente”.
La democracia no es el sistema de gobierno perfecto, lo sabemos, pero muchas democracias, que la mirada superficial de una humanidad obnubilada por líderes que incluso fueron electos bajo sus reglas, no sabe a tiempo de depositar su confianza en ellos, que guardan una enfermiza inclinación al poder por el poder, o que las grandes democracias de occidente no habían sido tal como se las pintaba. Esas debilidades del sistema que permite excesos a las libertades, dieron lugar a que retrógradas crean que la democracia real es el reino de la insatisfacción, por lo que la única democracia perfecta es una dictadura.
Es cierto que la democracia torna más difícil las tareas del gobierno. Hay que negociar constantemente, pero facilita la discusión entre diversos grupos para hallar solución a los problemas, despojándose de ese maligno poder absoluto que hace que los gobiernos del pueblo sean sólo un remedo del ideado por los atenienses.
Augusto Vera Riveros, es jurista y escritor.
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