Jaime Richarta
A condición de gozar de una salud aceptable, dentro de los inevitables alifafes y pese a que son tantos los que reniegan de ella, la vejez, etapa en la que me encuentro, es el estado perfecto del ser humano: ha desaparecido el miedo a la muerte, tienes más independencia que nunca; no has de tratar más que a quienes deseen tratarte sin dobles intenciones; no hay compromisos, y aunque carezcas de bienes y sea muy escaso tu dinero, te basta con respirar, con no sentir dolor físico y con haber aprendido a zafarte del dolor moral.
El goce o placer propiamente dichos carecen ya de valor, y por consiguiente ni los apeteces si están fuera de tu alcance, ni los echas de menos. Por eso mismo nada deseas que no puedas obtener. Te conformas con masticar todavía, con dormir todavía y con miccionar todavía. Aunque aún lo disfrutes, no precisas del amor físico. Y, en el caso de que te falte, te basta el poco afecto que se te dispense, aunque sea sólo el del omnicomprensivo tabernero.
En la vejez está el compendio de nuestra vida. Llegar a ella es como llegar el campeón a la meta o el alpinista alcanzar un cinco mil. Y sabiendo que, en el mejor o peor (según la pretensión de cada cual) de los casos, vivirás a lo sumo un cuarto de lo que has vivido, conviertes ese poco de vida en un aliciente porque aún puedes disfrutar de cosas que antes te habían pasado desapercibidas por su gran pequeñez, o en un alivio porque te queda poco para dejarla. En la vejez no se teme a la muerte, y no temiendo a la muerte no se teme nada.
Te das cuenta de lo que no fuiste consciente hasta que llegaste a este estadio superior de que la vida es finita, de que el sol sale y se pone, de que todo es efímero, de que el dinero en exceso es un grave inconveniente porque apena la idea de que no puedes llevártelo y porque tenerlo en abundancia hace concebir a quien lo tiene, el derecho a prolongarse la vida o simplemente esperanzas vanas de comprar longevidad. Y piensas ¿qué es un segundo, un minuto, una hora, un día, un año... en comparación con la nada o con toda la eternidad?
Al final te has dado cuenta que si vives “asistido” un día, un año o un lustro más gracias a tu dinero, lo más probable es que equivalga a una prolongación atroz de tu agonía. ¡Has dejado atrás a tantos amigos, conocidos, familiares de tu misma generación, que la mera idea de que les has sobrevivido puede reforzar el sentimiento de tu mayor fortuna!
Pero por encima de todo, lo que sobresale en la vejez es la plenitud de libertad, de esa libertad absoluta que se siente aun en presidio. Nadie te la puede arrebatar, nadie te la puede restringir. Está en un lugar de nuestro ser inasequible a todos. Esta sensación, esta seguridad es tan fuerte que ni siquiera nos ataca el miedo a perderla, habida cuenta que hasta entonces, hasta que la vejez nos ha alcanzado, fue tan horrible perder la libertad como sentirla grave y permanentemente amenazada.
La vejez no cuenta ya entre nosotros los occidentales, y menos aún en la sociedad de las grandes aglomeraciones urbanas; a diferencia de lo que cuenta y contó en otras culturas. Pero sepan los que aún no han llegado que nosotros, los viejos, espectadores de excepción de los miserables trajines de la vida social, nos reímos para nuestros adentros observando la estupidez infinita de nuestros congéneres al desdeñar con estúpida arrogancia la belleza y las maravillas de la naturaleza, o al ignorarlas porque unas veces sobrevivir y otras arrancar los placeres de la droga, del sexo, del dinero o de la fama les ha bloqueado toda otra intuición…
La vejez es hermosa, la más hermosa de las edades del ser humano. Que se chinchen quienes no lo crean o no quieran verlo así.
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