La espada en la palabra
No puedo desprenderme de mi vena religiosa cristiana para ensayar algunas interpretaciones breves de la política, la sociedad y el mundo en general. Es posible que la modernidad deba, al menos por un momento, alejarse del sociólogo erudito o del economista, para acercarse al místico, al filósofo y al teólogo, con el objeto hallar en éstos la explicación de sus infortunios. «Se suele suponer que entregarse en brazos de la religión responde a una actitud pasiva y derrotista. Nada más alejado de la verdad», escribió el notable boliviano René Ballivián Calderón.
La pandemia del coronavirus nos ha llevado a vivir una realidad de ésas que se veían solo en algunas series televisivas como Los supersónicos o se leía en algunas novelas de la literatura universal como La máquina del tiempo, de Wells.
Si el Medioevo fue la etapa de la historia más terrible en muchos sentidos, creo que tuvo una cosa buena, y es que nunca, ni antes de él ni después, la consigna del mundo fue Dios y la de las personas el misticismo y la religión (y no estoy pasando por alto el factor negativo de la actitud ritualista y santurrona). Las sociedades, por lo común, se vieron en los últimos tiempos mareadas por el poder, por el orgullo, por la frivolidad, por el consumismo… y son esos vicios los que alejan al hombre no solo de la misericordia divina, sino además del objetivo que éste tiene de vivir —aunque sea sin Dios— una vida justa, mesurada y prudente.
El hecho de que el ser humano siempre sea proclive al fanatismo irracional, ya sea éste político (como en el caso de las ideologías del Siglo XX, por ejemplo) o tecnológico (en el caso de los ensayos que se hicieron en la Guerra Fría, por ejemplo) hace que se distancie de los objetivos realmente verdaderos de la civilización. Se extravía en el medio y no llega al fin.
No creo que esta pandemia ni la siguiente calamidad que venga sean el final de los tiempos, pero claramente son señales de lo mal que marcha el hombre. Aun así, se puede ver todavía demostraciones de humanidad, de solidaridad, de sencillez. El punto está en que creo que el ser humano debe autoimponerse límites, saber que no puede infringir ciertas leyes naturales que son desde antes y que valen para siempre. El hecho de que Bill Gates pretenda tapar el sol, de que Stephen Hawking haya exhortado a colonizar otros planetas, de que Corea del Sur haya creado —aunque sea por unos segundos— un sol artificial, de que quieran clonar personas, legalizar la muerte de los niños en el vientre de sus madres, o crear humanoides, no puede hacer otra cosa que llamarnos a la reflexión. Muchas de estas cosas podrían ser buenas, pues precisamente quizá Dios haya hecho infinito el espacio para aprovechar de él, o haya dotado a los sabios de la medicina de la suficiente sabiduría para prolongar la vida humana, pero hay otras barreras que el ser humano está franqueando sin ética alguna.
No estoy en contra de los avances de la tecnología o de la ciencia, ni de las progresivas conquistas políticas, pero creo que no todo lo que marcha hacia adelante es necesariamente bueno.
No se necesita ser deísta para mantener una prudencia ante el desenfreno tecnológico y progresista. Simplemente, saber cuáles son los límites del hombre, so pena de creerlo dios. Hay leyes de la naturaleza que solamente necesitamos comprender, seguir investigando, pero no trastrocar. Hay principios y valores humanos que no pueden ser cambiados con leyes. Como decía Montesquieu, toda ley debe emanar de la voluntad popular, pero no toda voluntad popular debe terminar siendo ley.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.
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